«Santiago en América»
Toda la cristiandad medieval recorría el camino que llevaba al sepulcro de Santiago el Mayor, allá donde la tierra encontraba su fin. Gran merced había hecho el Señor a España confiándole aquel santo cuerpo. Ya lo decía en sus versos el monje de San Pedro de Arlanza que rimó el Poema de Fernán González:
Fuerte ment quiso Dios a Espanna honrrar
quand al santo apostol quiso y enbyar,
d’ Inglatierra e Francia quiso la mejorar,
sabet non yaz apostol en tod aquel logar.
Romeros de todas tierras entraban por
Roncesvalles y seguían el camino que desde lo alto de los cielos señalaba la
Vía Láctea. Los gritos de fe y esperanza alentaban la marcha: ¡Ultreia! ¡Ultreia!
Atrás quedaban las tierras que soñaban Cruzadas; delante, el Sepulcro florecido
en un campo de estrellas. ¡Qué bien suenan los versos del Códice Calixtino!:
Jacobi Gallecia
Opem roget piam
Glebe cujus gloria
Dat insignem viam.
Ut precum frecuentia
Cantet melodiam.
La protección del Apóstol gravita
fuerte sobre la gente española. Cuando las huestes guerreras contra los moros
necesitan la ayuda sobrehumana, se obra el milagro. Santiago Apóstol trócase,
en el fervor popular, en Santiago Matamoros. Así cuenta la Crónica General del rey Alfonso el Sabio que habló
Santiago al rey Ramiro I:
”N. S. Jhesu Cristo partió a todos los otros apóstoles, mios hermanos, et a mi, todas las otras provincias de la tierra, et a mi solo me dio a España que la guardasse et la amparase de manos de los enemigos de la fe... Et por que non dubdes nada de esto que te yo digo, veerm’edes cras andar y en la lid, en un cavallo blanco, con una sena blanca et gran espada reluzient en la mano”
De allí saldrá el santo y seña de
nuestras gestas: ¡Santiago y cierra España! Buen grito para empresas en las que
más importe la defensa de la verdadera religión que la propia fama o la egoísta
riqueza. ¡Santiago y cierra España! se grita mientras queda tierra peninsular
por reconquistar. La exclamación está prendida en los labios españoles, prestos
a lanzarla cuando la ocasión lo demande. Bien van las cosas para los españoles,
pero mejor irán si las empuja la protección del Hijo del Trueno.
Y llega el momento en que el enemigo
está vencido
en la tierra española. Pero sigue vivo en su infidelidad al Cristo verdadero, y
entonces se planea darle la gran batalla. Están alboreando tiempos nuevos y con
ellos nuevas maneras guerreras. Hay que atacar por la retaguardia. Hay que
buscarse la alianza de los príncipes cristianos que en la India, Etiopía y en
el Oriente de Asia tienen su reino. Para buscar su apoyo, hay que ceñir en
navegante abrazo los mares. Aguas vírgenes van a conocer el paso de naves
españolas. Cristóbal Colon se llama el iluminado hombre que marcha en busca de
las Indias Occidentales y de sus príncipes. No encuentra lo que busca; pero
Dios, que lee en el corazón del hombre y de las naciones, vio el esfuerzo, la
intención que lo animaba, sabía que en Su nombre se hacía y dio grandísimo
premio a tanto sudor. Las Indias eran descubiertas. España se encargaría de
llevar a ellas la fe verdadera, la lengua propia, sus modos de vida. Para
hacerlo, a veces tiene que recurrir a la conquista por las armas. Surge otra
vez la lucha y otra vez también dejan salir los labios aquel santo y sena de la
lucha. ¡Santiago y cierra España! Esta vez —la boca de Hernán Cortes dio el
grito—cambiado: ¡Santiago y a ellos!
Y es que los españoles consigo se
llevaban sus creencias y sus celestiales patrones. Para tan maravillosas hazañas
no era bueno que el hombre fuese solo. A su costado le acompaña la protección
sobrenatural. Se hace presencia viva muchas veces, cuentan crónicas y relatos.
Santiago Apóstol está al lado de Hernán Cortés en Tabasco durante la batalla de
Centla. Y ayuda a Pedro de Alvarado en Tenochititlán y en la fundación de
Guatemala. Y se aparece a las tropas de Nuño de Guzmán en la batalla de Tetlán.
Y en Querétaro, durante la conquista de los chichimecas. Y baja al Perú acompañando
a las gentes de Pizarro para ayudarles cerca del rio Jauja y en el sitio del
Cuzco. Y las tropas de Francisco César le ven aparecer en el colombiano valle
de Goaca. En 1541, en la víspera de San Miguel Arcángel
Guadalajara es atacada y por Cristóbal de Oñate defendida. Hay un momento de
apuro, y el Gobernador grita: ¡Santiago sea con nosotros! Y con ellos estuvo,
fiel a la devota cita. También acudió a los ruegos de otro Oñate, este llamado
Juan, durante la conquista de Nuevo Méjico, en el pueblo de Acoma. Y en Chile
se les apareció a los españoles en 1640.
Mas nadie crea que las apariciones de
Santiago Apóstol terminaron en el siglo XVII. El historiador Rafael Heliodoro
Valle, que hace a este respecto puntual relación, narra otras tres, sucedidas
en el pasado siglo. La primera, a los insurgentes mejicanos durante la defensa
de la isla de Janitzio en 1817. La segunda, a las tropas mejicanas
que en Tabasco peleaban contra los franceses, allá por el 1862,
y la última, en 1892, en la hacienda de San José Atlatongo,
a un español a quien salvó de ahogarse.
¿Habrá que insistir acerca de la
popularidad del culto a Santiago Apóstol en América? Sus apariciones venían a
encender la fe en las cristianas gentes, fuesen viejos cristianos o recién
bautizados. Nada es de extrañar que la creencia quisiera dejar constancia en
monumentos y templos. Pero había aun más; había villas y poblados que esperaban
también su bautizo. Y el nombre de Santiago fue recibido como propio por
pueblos y ciudades. Que si buena era la nostalgia que empujaba a perpetuar en
las Indias la aldea natal, mejor era ofrecer un poblado al Santo Apóstol. Y así
fue poblándose la geografía americana de lugares que recibían el nombre de
Santiago. Sierras, ríos, valles, bahías, poblados, pueblos, ciudades, minas,
haciendas..., en número que pasa de las dos centenas, pasaron a ser nombradas
Santiago de ..., en mestizaje con el título indígena. El más antiguo, Santiago
de los Caballeros, en la isla de Santo Domingo, fundado en 1504.
Y en antigüedad le sigue Santiago de Cuba, fundada por Diego de Velázquez en 1514.
Méjico encierra unos ochenta pueblos y villas llamadas Santiago. Fue allí donde
Nuño de Guzmán no pudo más, y prescindiendo de aztecas nombres fundó Santiago
de Compostela, en recuerdo de la gallega ciudad donde el maestro Mateo hizo
maravilla y asombro de la piedra. Y Pedro de Alvarado llama Santiago de los
Caballeros de Guatemala la ciudad que funda en 25
de junio de 1524.
En el mismo Guatemala quedan otros seis pueblos con el jacobeo nombre grabado
en sus lápidas. Lo mismo pasa a Honduras. Y a Costa Rica. Y a la Argentina. Y así
podríamos seguir la enumeración. Claro que habría que fijarse en Chile, cuya
capital sigue bajo la advocación del Apóstol desde el 12 de
febrero de 1541, en que Pedro de Valdivia fundara
Santiago del Nuevo Extremo.
El Apóstol de los conquistadores se había
convertido en el Apóstol de los conquistados. Se había producido un milagro:
miles de hombres entraban en el seno de la Iglesia verdadera. Todos los hombres
eran iguales, por todos había muerto Cristo, el que escogió al hijo del Zebedeo
para apóstol de su Evangelio. Las nuevas tierras se iban entregando
amorosamente a la celestial protección del Señor Santiago, el santo que escogió
la hispánica gente como grey propia. El que hizo que la adoración a su Santo
Sepulcro no estuviese ligada al finis
terrae, sino que abrió los
mares para la fe por la que había sufrido martirio.
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