Proceso de beatificación de Isabel la Católica

Continuamos celebrando el Mes de la Hispanidad; en este caso, compartiremos una nota aparecida en marzo de 1965 en el número 204 de la revista que da nombre a este blog. La nota fue escrita por Santiago Lozano. 

Mostramos a continuación imágenes de las cuatro páginas que integraban el artículo, y a continuación transcribimos su texto completo. 






Proceso de beatificación 
de Isabel la Católica

Se ha iniciado en Valladolid la causa de beatificación de Isabel la Católica. En Medina del Campo murió la reina hace cuatrocientos sesenta y un años, y, al pertenecer la histórica ciudad a la diócesis vallisoletana, corresponde a ésta iniciar la causa que ha de llevar, si Dios quiere, a los altares, a la «Reina que no ha de tener semejante en la tierra, en su grandeza de alma, pureza de corazón, piedad cristiana, justicia a todos por igual», como, con lágrimas en los ojos, proclamó el cardenal Cisneros. Para los españoles y para cuantos conocen la vida de la esclarecida señora no hay dudas sobre su manifiesta santidad. Por eso son muchos los que se han preguntado y se preguntan —como lo hizo una autoridad histórica tan prestigiosa como Lafuente— por qué no se halla el nombre de Isabel de Castilla en la nómina de los escogidos, al lado de San Hermenegildo y San Fernando. Los castellanos de Valladolid, de Medina del Campo y de Madrigal de las Altas Torres, y la mayoría de los españoles y de cuantos viven en el mundo hispánico, que Isabel dio a la humanidad, han llamado Santa Isabel la Católica a la reina que, nacida en Madrigal, fue a morir en Medina del Campo, después de haber dejado huella imborrable de su vida en todos los caminos de España. Examen de documentos La Comisión histórica encargada de acoplar y estudiar los documentos se enfrentará con una tarea ardua, tanto por la abundancia de los testimonios que llegarán a sus mesas de trabajo —escritos, documentos de cancillerías, cartas, libros, tradiciones, que serán sometidos al más escrupuloso examen— como por el esfuerzo que ha de realizar para eludir la inevitable atracción que sobre todos ejerce la natural simpatía y ejemplar vida de la excelsa figura a quien el pueblo español anhela ver pronto en los altares. Entre esos testimonios, el fundamental es el testamento de la gran reina. al alma de Isabel la Católica, siempre limpia y gallarda, imprimió en su testamento y en el codicilo un sello tal de grandeza mayestática, que ha arrebatado la admiración de teólogos y juristas», según ha escrito el ilustre prelado de Granada, doctor García de Castro, en la interesantísima obra que recientemente publicó sobre las virtudes de Isabel, libro que también tendrá que leer la Comisión encargada de estudiar cuantas aportaciones históricas lleguen a sus manos para fundamentar la petición a Roma.

Su testamento, voz de la raza

Retrato de Isabel orante
«Catecismo de la raza española» llamó un destacado historiador español al testamento de la reina, y Vázquez de Mella lo calificó de «la voz de la raza». En este testamento palpitan los sentimientos y las aspiraciones de España, el más ardiente fervor religioso y una idea de justicia que no ha brillado con más pureza jamás en el mundo. Treinta años de reinado, de trabajos y de fatigas —que hubieran abatido a un temperamento menos recio que el de Isabel— dieron muestras elocuentes no sólo de la capacidad política de la joven reina, sino, sobre todo, de su formación religiosa y de la santidad de su vida. La santidad de la reina —ha dicho un destacado historiador y diplomático de nuestros días— prestó espíritu a toda su obra. No cabe duda de que los éxitos logrados en su infatigable tarea son a veces humanamente inexplicables. Dos objetivos constituyeron el afán de cada hora en la obra de la reina hispánica: la defensa y propagación de la fe católica y la forja de la unidad nacional hecha heráldica en el yugo y las flechas. Y Dios quiso que Isabel alcanzara ambas metas, vivas como un fuego sagrado en aquel corazón que debilitaron los trabajos de gobierno y las desventuras familiares. Un alma que no hubiera estado asistida por la fuerza alentadora de la santidad se hubiese quebrado ante el desfile de desgracias que ensombrecieron el hogar de Isabel y las vidas que se iban desprendiendo de sus entrañas. Una ardiente fe religiosa y la conciencia de estar cumpliendo una sagrada misión sostuvieron a Isabel hasta aquel triste día de un mes de noviembre en que sus ojos garzos se cerraron a la luz de Medina del Campo, la ciudad castellana que había convertido en capital del Imperio que estaba amaneciendo. La Iglesia
procede siempre en estos graves problemas con lentitud y cautela. No puede equivocarse ni dejar que sus decisiones estén influidas por sentimientos que, como en este caso, son indudablemente nobilísimos. Es por esto por lo que no había llegado la ocasión para iniciar los primeros pasos encaminados a que el estudio de todos los testimonios referentes al paso de Isabel por este mundo, y a su obra complejísima y a veces sobrehumana, y de su reacción ante el incesante desfile de desgracias, que fueron ahuyentando la alegría de un hogar que se inició venturoso, abrieran el cauce por el que algún día pueda llegarnos la gran noticia: Isabel la Católica, a los altares.

Palabras no de reina, sino de santa

Isabel de Castilla vivió como hija humilde de la Iglesia. Sus devociones fueron semejantes a las de las religiosas de clausura, Y profesó una adoración fervorosa al Santísimo Sacramento, como lo prueba el hecho de ir multiplicando los sagrarios a medida que sus ejércitos reconquistaban tierras españolas. Isabel dejó en su testamento conmovedora manifestación de su fe religiosa v de la santidad de su vida. «Sobre el fundamento indestructible de las postrimerías del hombre asentaba la reina el edificio de su santidad». De la fórmula de recomendación de su alma escribió el padre Retana que es la más bella, la más sobrenatural y completa de todos los tiempos. Con razón el cardenal Cisneros —como nos recuerda el doctor García de Castro—, al leerla en público, muerta ya la testadora, no pudo contener las lágrimas. «Sus palabras —dijo— no son de reina; son de santa». El testamento que la reina firmó el 12 de octubre de 1504 no fue un acto apresurado, impuesto por la inminencia de su muerte, sino una decisión serena y bien meditada, a la cual dedicó el último mes de su cansada vida. Mucho reflexionó la señora, muchas consultas debió de tener con esclarecidos prelados y hombres de buen consejo. En más de una ocasión, Isabel había hablado de la fugacidad de la vida y de sus peligros, de los que no estaban exentos los poderosos y los soberanos. Y como reina y esposa ejemplar, no quiso dejar problemas y situaciones que pudieran suscitar graves conflictos. Cuando, después de más de cuatro siglos, leemos el luminoso documento, el ánimo queda pasmado, y tenemos que pensar que una fuerza misteriosa iluminaba aquel espíritu: su santidad. Con razón, como antes hemos resaltado, un perspicaz historiador ha podido decir que los aciertos incesantes de la obra de Isabel fueron impresionante consecuencia de su santo proceder.

Sus grandes ideales

En el reducido espacio de un artículo periodístico no es posible hacer siquiera un sucinto recorrido de una vida con treinta años de reinado que ningún otro período de la historia de nuestra patria —y podríamos asegurar que de la historia del mundo— han podido igualar. La unidad nacional, al clavar la cruz de Cristo sobre los muros rojos de la Alhambra; la unidad religiosa, vigilada ilusionadamente por el espíritu y la presencia de la reina infatigable; el descubrimiento de un nuevo mundo para que siglos después doscientos millones de hombres adorasen a Cristo en la unidad de la Iglesia y hablasen, amasen y soñasen en la lengua de Castilla. Y para que las grandes ideas de justicia, de libertad e igualdad esencial de todos los hombres se anticipasen en siglos a unas doctrinas que todavía en éste para muchos parecen novedad. Y todo eso porque el ejemplo de virtudes, de trabajo, de sacrificio inmenso y de fragante santidad hicieron irresistibles las invitaciones de la gran creadora de la Hispanidad. Cuando he recorrido los lugares castellanos de Arévalo, escenario de la infancia y adolescencia de Isabel; Valladolid, precursor de unos días imperiales que se presentían cercanos; Madrigal de las Altas Torres, donde la providencia nos hizo el regalo de la gran señora, o Medina del Campo, buscada por Isabel, ya desfalleciente, para que se extinguiera su vida..., he creído percibir el roce del manto de Isabel, aparejado con el roce del hábito y de las sandalias carmelitanas de Teresa, almas gemelas. Nosotros no podemos conocer los designios de Dios, pero es posible que Isabel, con Teresa, forme en la legión de los escogidos. Sin embargo, anhelamos poseer cuanto antes la decisión de la Iglesia que proclame su santidad, que llegue pronto el día en que podamos decir, como ya lo dicen los hombres de Castilla: Santa Isabel la Católica. En Granada, amor de los amores de la reina, esperan los restos humanos de Isabel el día de la Resurrección. En Granada escribo estas líneas, con amor y presura, y Granada debe unirse al movimiento oficial y popular, impaciente ya porque llegue la hora gloriosa en que las campanas de San Pedro y las de la Torre de la Vela, y las mil de la Granada isabelina, lancen al viento universal la gozosa nueva.

 Santiago Lozano

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