"¿Latinoamérica o Hispanoamérica?"

¿Latinoamérica o Hispanoamérica? 

«Se habla mucho de América como de una unidad. ¿Pero existe realmente esta unidad o es sólo un deseo, un anhelo, a la vez que una necesidad?». Tal es la pregunta que se hicieron hace algún tiempo varios políticos e intelectuales hispanoamericanos desde la Revista de América, publicada en México. Octavio Paz, uno de los diez grandes poetas contemporáneos de América, ensayista extraordinario y diplomático mexicano, responde brillantemente a la cuestión planteada, en los siguientes términos:

 

Es significativo que se plantee esta cuestión, lo cual indica que se trata de algo que no es evidente por sí mismo. En efecto, «Latinoamérica» no es solamente, ni de manera esencial, una realidad geográfica, sino un hecho histórico. Así, la manera de acercarse al problema de su existencia deberá ser también histórica ; quiero decir que debemos preguntarnos cómo nació y qué posibilidades de existencia futura tiene eso que llamamos «Latinoamérica». El primer problema se refiere al nombre. Creo que «Latinoamérica» es una denominación equívoca y que no fue inventada por nosotros, sino por aquellos que, de una manera u otra, han querido hacernos olvidar nuestra relación entrañable con España. En realidad, debemos llamarnos hispanoamericanos o iberoamericanos. El problema del nombré es más importante de lo que a primera vista parece. Antes de que América fuese así nombrada, ¿existía? Edmundo O ‘Gorman, en un libro reciente y que merece ser leído con verdadera atención, muestra que América como realidad histórica es algo muy distinto de su realidad geográfica. En verdad, no puede ni debe hablarse de un descubrimiento de América, por la sencilla razón de que cuando Colón llegó a estas tierras no existía eso que llamamos América. En cambio, sí puede hablarse de una creación de América, y, en nuestro caso, de una creación de Hispanoamérica. En este sentido puede afirmarse que Hispanoamérica es una invención o creación del espíritu europeo, y predominantemente de españoles y portugueses. Al principio, Hispanoamérica, como realidad histórica, no fue sino una suerte de extensión de España. También, y muy significativamente, fue uno de los lugares en donde podrían realizarse algunos de los sueños europeos. América fue desde un principio un continente utópico.

EL DRAMA DEL LIBERALISMO

Los españoles no tenían la intención de crear esto que se llama Hispanoamérica. Pero, como en el caso de todas las grandes creaciones, la obra pronto se desprende de su creador y empieza a tener vida propia. Desde el siglo XVI los hispanoamericanos empezaron a darse cuenta de que no eran lo mismo que los peninsulares. Este darse cuenta de su peculiaridad es el primer signo de un empezar a tener conciencia de sí mismos. Si, por una parte, los criollos empezaban a sentirse distintos de los españoles, los indígenas, por la otra, experimentaban un cambio no menos radical. Antes de la época colonial los indios se sentían ligados a un suelo, a una ciudad y a un jefe local. El régimen colonial, al mismo tiempo que les abría la posibilidad de pertenecer al orden católico universal, destruyó esa fidelidad local para darles una más vasta. En lugar del cacique, el virrey; en lugar de la fraternidad del suelo y la sangre, la más vasta de pertenecer al orbe católico. En resumen, Hispanoamérica puede concebirse como una creación europea que lentamente se desprende de su creador y que, por un movimiento dialéctico, en un momento dado se vuelve contra él y lo niega. E se momento se llama Independencia. Cuando el hispanoamericano adquiere plena conciencia de su nacionalidad —es decir, a fines del siglo XVIII y en la primera mitad del XIX—, afirma de manera paradójica que es algo nuevo en la Historia, algo distinto, y para ello niega su propia historia. Este es el drama del liberalismo del siglo XIX, que, a la vez, afirma la nacionalidad y niega el contenido concreto de la misma, su carácter hispanoindio o, de modo más general, hispanoamericano. Los grandes libertadores y los grandes liberales del siglo pasado afirmaron una idea abstracta del hombre, heredada de la enciclopedia: un hombre vacío, al que le habían quitado todo contenido. Esta ideología sigue siendo la oficial de la mayor parte de los gobiernos hispanoamericanos, y de ahí su impotencia histórica para resolver los verdaderos problemas hispanoamericanos. La revolución mexicana, por ejemplo, que no tuvo realmente ideología, fue un estallido de la realidad frente a las formas culturales y políticas del liberalismo, verdaderas máscaras que ocultaban a la nacionalidad mexicana. Zapata deseaba volver a la estructura original de la propiedad —el «calpulli» y la propiedad comunal, respetada por la colonia—. Pero la revolución mexicana no logró intentar una ideología, una filosofía, aunque sufrió el contagio, sólo superficial, del socialismo, del mismo modo que en el siglo XIX habíamos tenido el del liberalismo. Así de nuevo, los ideólogos, en lugar de expresarnos, nos enmascararon... Ortega y Gasset ha dicho en alguna parte que «el pasado está en función del futuro, y no a la inversa». La idea que tenemos del futuro nos hace escoger lo válido del pasado. Los liberales negaron su pasado, porque tenían del futuro una idea abstracta. Hoy sufrimos de la misma ausencia casi total de un proyecto histórico hispanoamericano. En este sentido Hispanoamérica no existe, porque es incapaz de tener un proyecto histórico propio. Existe, sí, como posibilidad. Pongámonos a pensar en los problemas hispanoamericanos, construyamos un proyecto histórico nuestro, y en ese momento existirá nuestro pasado y el pasado liberal volverá a cobrar sentido. Apenas tengamos un proyecto histórico, tendremos también una historia. Todo esto resulta particularmente grave en estos momentos, en que hemos visto que los equívocos se multiplican. Los problemas políticos, como los culturales y económicos, se plantean en términos ajenos a nuestra realidad; tirios y troyanos los enfocan como si se tratara de un fenómeno que puede ocurrir en cualquier parte del mundo y no precisamente aquí. Frente a esto, contemplamos el silencio absoluto de nuestros países y gobiernos, como si nada tuvieran que decir mientras los otros hablan... De todas las formas de deserción, las más graves son el silencio y la abstención.

OCTAVIO PAZ


Publicado en marzo de 1956 en la revista Mundo Hispánico número 96.

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