"Brindis a los cuidadores del idioma"

La semana pasada publicamos algunos breves fragmentos, a modo de reseña parcial del II Congreso de Academias de la Lengua Española, celebrado en Madrid en 1956.

Hoy compartimos las palabras pronunciadas por Pedro Laín Entralgo en un almuerzo ofrecido a los delegados a la ilustre reunión. 

La nota -publicada en el número 99 de la revista Mundo Hispánico- se titulaba "Brindis a los cuidadores del idioma" y la imagen de la primera página del artículo aparece junto a estas líneas. El texto completo, a continuación:


"Brindis a los cuidadores del idioma"

«Fiel a nuestro más doméstico deber, comienzo mi salutación recurriendo al Diccionario de la lengua castellana. Busco en él la significación de la palabra heraldo, y encuentro que esa significación reza así: Caballero que en las cortes de la Edad Media tenía el cargo de transmitir mensajes de importancia.

Aunque mi atuendo, mi habla y mi mente no tengan gran cosa de medievales, heraldo soy ahora, y por modo muy fiel a lo que el Diccionario enseña. Reyes y dignatarios de nuestro idioma, harto más valiosos y encumbrados que yo —bien advertís que aludo a mis ilustres compañeros de Academia—, me han encomendado la misión de transmitir un mensaje de importancia: el muy honroso de ofreceros este pan, este vino y estas viandas de Castilla a cuantos habéis llegado a Madrid para discutir y remediar los problemas del habla común.

Dejadme también que cumpla tan gustosa encomienda, ya que no con lenguaje ricamente alhajado, que a tanto no llego, sí, al menos, con lenguaje seriamente responsable. Esto es, con palabras que no sean del todo infieles a la dignidad de los tres acontecimientos que aquí, sin mengua ni quebranto de la llaneza, han venido a concurrir: se han encontrado unas cuantas personas que hablan la misma lengua, esta lengua es la castellana y esas personas sois vosotros, los representantes de todas las Academias de allende el mar.

A fuerza de repetirlo diariamente, y acaso de trivializarlo, no solemos estimar según su real entidad el acto de encontrarnos con un hombre que habla nuestro idioma. Ese acto, ¿no es, acaso, el más grave y trascendente de cuantos, en el orden natural, puede cumplir nuestro espíritu?

No es bueno que el hombre esté solo, dijo Dios para sí, ante la recién creada soledad de Adán (Gén., II, 18). Y como si esa sentencia tuviese el valor de un principio metafísico, la condición humana no obtiene natural acabamiento hasta que su soledad se ha trocado en compañía, hasta que el hombre, frente  a  otro hombre al cual puede llamar tú, descubre y conquista su personal posibilidad de llamarse yo.

¿Cómo estás, amigo?decimos al que se nos acerca; y en aquel momento, por obra del lenguaje común, el aire que nuestra voz ha estremecido tenuemente —tres palabras, tres breves golpecitos de aire inquieto—, contiene, en levísimo esbozo, el fundamento humano de la historia universal. Dos soledades se han hecho compañía: ya ha sido creado el suelo sobre el cual podrán levantarse los Diálogos de Platón, la Oda a Salinas o la navegación interplanetaria.

Pero esa compañía sólo llegará a ser completa y verdadera cuando los hombres que se encuentran hablen un mismo idioma. Tú y yo somos de la misma lengua, dicen los humanísimos animales de Kipling como señal y garantía de buena amistad. Así es, aunque el común hablar no excluya, por desdicha, la discordia.

Una lengua es, en efecto, mucho más que un código de señales para el intercambio de ideas y sentimientos. La sangre de mi espíritu es mi lengua, dice el primer verso de un poderoso soneto de Miguel de Unamuno. Y aun anduvo corto el gran vasco salmantizado, porque la lengua es a la vez sangre y forma, pábulo nutricio y hábito configurador de la mente y la vida de quien como suya la habla. 

Ante el rótulo Sala de espera de una modesta estación ferroviaria del Marruecos español, escribió André Gide en su diario: Quelle belle langue que celle qui confond l’attente et l’espoir! El lindo elogio de Gide no es del todo certero, porque el hispanohablante suele distinguir la espera de la esperanza; pero no por ello deja de ser cierto que nuestro verbo esperar traduce a la vez el attendre y el espérer de los franceses, el aspettare y el sperare de los italianos, el warter y el hoifen de los alemanes y el to wait y el to hope de los ingleses. Y quienes hemos formado nuestro espíritu usando esa bella y dúplice palabra, ¿no seremos, al fin, hombres muy dispuestos —para nuestro bien y para nuestro mal—a tomar las Salas de espera por Salas de esperanza? Es verdad : dos hombres que hablan una misma lengua pueden entenderse con presteza, porque, en alguna medida, son el mismo hombre.

Nos hemos encontrado, hablamos un idioma común, y ese idioma es el castellano. ¡Qué gozo, amigos, coincidir en una lengua capaz de haber envuelto con la noble red de sus palabras toda la cósmica redondez de nuestro planeta! En cuanto forma de la mente, una lengua es siempre un límite, mas también es el camino y un acicate. Un coterráneo mío, el diserto y expeditivo don José de Pellicer, escribía de la lengua castellana, hace ahora tres siglos, que no se hallará en el universo otra que sea tan fecunda, tan elegante ni tan capaz de tropos, figuras, alegorías, conceptos, equívocos, sales y todo género y especies de muy acrisolada retórica; y como el oro finísimo sufre el cimento y el martillo, así la lengua castellana... sufre la rueda de todas las ciencias y artes, sus argumentos, entimemas y silogismos, sin que haya materia, por delicada, difícil y sutil que sea, que no pueda tratarse y controvertirse en ella con decencia, primor, propiedad y majestad, siendo la más leal de todas, porque se pronuncia como escribe... Algo se le fué aquí la mano, como en otros casos, al bueno de Pellicer, porque nuestro idioma, pudiendo hacerlo, no ha impulsado con suficiente energía la rueda de todas las ciencias y las artes. Pero esa misma deficiencia, ¿no es a la vez, por ventura, un incentivo para quienes hablamos castellano, capaces no sólo de inventar palabras éticas, como hidalguía, quijotismo y sosiego, mas también de proseguir el camino que en España y en América iniciaron los inventores de términos como platino, eritronio, wolframio y neurona?

Y aun cuando la limitación no fuese animadora espuela, no por ello amenguaría la nobleza específica de nuestra lengua común. Oíd cómo la descubría y encomiaba en una ciudad americana, pocos años ha, un finísimo catador de habla inglesa.

Thomas Merton, el poeta trapense, entra en una iglesia de La Habana y siente que el castellano de la predicación le rodea el alma como un abrazo vigoroso y cordial. —dice en su autobiografía— los sermones armoniosos de los sacerdotes españoles. Su misma gramática parecía digna, mística y cortés. Me parece que, después del latín, no existe una lengua tan adaptada a la plegaria ni tan hecha para hablar de Dios; a la vez fuerte y suave, posee, no obstante, esa dureza y esa acuidad que le da la precisión exigida por el verdadero misticismo; y, sin embargo, es dulce, como pide la devoción; es cortés, suplicante y elegante, y se presta sorprendentemente poco a la sentimentalidad. El español tiene algo de la intelectualidad del francés, sin tener su frialdad, y jamás sobreabunda en melodías femeninas, como el italiano. Incluso en labios de una mujer, el español no es nunca débil, nunca sentimental. 

En el ingente rosario de los loores de nuestra lengua, éste de Thomas Merton, tan reciente, tan desinteresado y virginal, debe ocupar, a mi juicio, un puesto de honor.

Amigos míos : en nombre de la Real Academia Española, cuyo heraldo soy ahora, sed bienvenidos al honrado servicio de esta lengua que nos une, afirma, incita y ensalza. Sed bienvenidos y recibid, a través del pobre azarbe de mis palabras, el agua limpia y honda de nuestra gratitud. Porque quienes habéis venido a encontrarnos hablando el común castellano sois vosotros, los representantes de todas las Academias que por él velan, los mejores testigos y hacedores de su universalidad, los que, con sones y cadencias que añaden gracia nueva a su nobleza antigua, traéis a Castilla la herencia hermosa de Rubén Darío y la herencia sabia de Andrés Bello. En vosotros vemos no pocos de los más entrañables motivos de nuestro gozo de hispanohablantes, desde el que procura la alta cima de los versos de oro y cristal y la palabra dulce, tornasolada y fluyente del criollo, hasta el que nos depara el habla conmovedora y humilde del indio, el talo y el negro. Por vosotros nuestra lengua castellana, recia y una en su esqueleto léxico y sintáctico, vigorosa o delicada en la musculatura de su frase, gana en su piel una riqueza de color, sabor, olor y tacto como jamás otra lengua tuvo sobre la haz de la tierra: el color del marfil y el del bronce, el sabor de la sal y el del café, el olor del mirto y el de la canela, la aspereza del roble y la suavidad del ceibo, todo ello tiene la piel de nuestro idioma, según el lugar del planeta donde se le hable o escriba, y de todo ello sois vosotros artífices y portadores.

Bajo una eximia presidencia, vamos a unir nuestro esfuerzo para que la sugestiva diversidad del castellano universal no se convierta en dispersión y para que su necesaria unidad sea norma y no cárcel. Millones y millones de almas están pendientes de nuestra empresa. Algunos de vosotros vais a poner en ella vuestro saber gramatical, literario o lexicológico; otros aportarán al común quehacer sus altas dotes de creadores de idioma, y éstos podrán decir de las cosas la frase orgullosa del valleinclanesco Max Estrella: Yo te bautizo. Soy poeta y tengo el derecho del alfabeto; y otros, en fin, nos regalarán con su dilatado conocimiento de hombres y tierras. 

Menos afortunado, yo, que no poseo ciencia de lingüista ni gracia de creador, os serviré de curioso y resignado acólito, y pediré al Dios de los pueblos y las lenguas el buen éxito de nuestro quebradizo empeño.

Señor —le diré—, Tú, que quisiste ser llamado Verbo y que creaste las lenguas para que los hombres se entiendan entre sí como criaturas dotadas de razón y libertad; Tú, a quien este viejo idioma castellano siempre ha querido ser tan propicio, haz que nunca se rompan el diálogo fraterno y la buena voluntad entre los pueblos que lo hablan, y danos acierto a los que desde hoy vamos a esforzarnos por conseguirlo. Eso pediré al Dios de los pueblos y las lenguas. Y a todos vosotros, que vais a pisar durante unos días la tierra donde nuestro idioma fué el niño balbuciente, os saludaré con dos radiantes versos del gran poeta de esa tierra :

¡que el sol de España os llene

de alegría, de luz y de riqueza!»


(Palabras pronunciadas en el almuerzo ofrecido por la Real Academia Española, el 22 de abril de 1956, a los miembros del II Congreso de Academias de la Lengua Española)



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