"De la leyenda etnográfica a la leyenda demográfica" (1 de 2)

En dos entradas consecutivas (esta de hoy y la del próximo lunes) compartiremos una nota publicada en el número 76 (correspondiente al mes de julio de 1954) de la revista que da nombre a este blog. 

El artículo, de Rodolfo Barón Castro, se titula "De la leyenda etnográfica a la leyenda demográfica" y consta de cinco ítems, los dos primeros de los cuales publicamos hoy.  Las ilustraciones son las de la nota original, pero de una de ellas (el cuadro de Vicente Albán) hemos añadido también la versión en colores.



De la leyenda etnográfica a la leyenda demográfica


I MITO Y REALIDAD DEL ORBE NUEVO 

El descubrimiento del Nuevo Mundo suscitó en Europa, entre otras curiosidades, preocupaciones y asombros, los relativos al número y calidad de sus habitantes. Y la razón es obvia. Más que de avistar incógnitas tierras, se trataba, en un principio, de establecer contacto con gentes acerca de las cuales se tenían conceptos previos, deducidos primordialmente de los grandes viajes terrestres. La expedición colombina tenía de novedoso el camino, mas no el objetivo. El insigne almirante, cuando está en la isla de Cuba y trata con individuos de paradisiaco indumento —si resulta admisible la contradictoria expresión—, interpreta las indicaciones que estos le hacen de conformidad con sus ideas preconcebidas y son éstas las que rigen sus juicios y opiniones. Detrás de aquellas gentes de cultura primitiva, su desbordada imaginación atisba las populosas ciudades de Catay y Cipango, y cuando las quillas de sus embarcaciones rasgan la tranquila superficie de alguna apartada ría, supone a ésta nada menos que seguro refugio de las naves del Gran Kan. 

Tan erróneos conceptos no habían de ser muy duraderos, y muy pronto se cercioran los europeos de que, en vez de dar con una ruta más corta y cómoda para ir al extremo del mundo antiguo, Colón había encontrado —como inesperado y estupendo hallazgo— , todo un continente nuevo, por más que el nauta insigne se aferrara a suponerlo prolongación del que buscaba. 

Con el descubrimiento del Mar del Sur por Núñez de Balboa (1513) y el afortunado cuanto heroico final puesto por Juan Sebastián Elcano (1522) al periplo iniciado por Hernando de Magallanes, puede decirse que acaba por tenerse de la tierra una idea totalmente distinta de la existente años atrás y, desde luego, con una noción incomparablemente más acomodada a la realidad. Del globo de Martin Behaim, precisamente del año 1492, a los mapas de mediado el siglo XVI, hay un verdadero abismo: el salvado por las décadas fecundas de los grandes descubrimientos oceánicos. 


Así, pues, no se trataba ya de conocer gentes y países sobre los cuales se tenían nociones previas —aunque estas fueran fantásticas a menudo— , sino de enfrentarse con la existencia de insospechados grupos humanos desparramados sobre amplísimos territorios, cuyos climas, orografía, fauna, flora, etc., ofrecían un espectáculo tan vario como sorprendente. 

Pero no resultaba fácil tarea semejante. Las poblaciones novomundanas presentábanse al europeo aún envueltas por nieblas de fábula, que velaban su auténtico ser. El hombre tiene tendencia a atemperar lo que ve a lo que piensa, y así puede errar de buena fe. Agreguemos al afán de notoriedad, que inclina a exageraciones, incluso colectivas, y no descartemos tampoco la mentira consciente, esgrimida por quien pretende obtener beneficio del engaño. Y lo anterior, si nos limitamos a los testimonios directos. En cuanto pasamos a los de segunda y tercera mano, salvo contadas excepciones, tenemos la sensación de penetrar en un mundo fantasmagórico. 

El espíritu crítico siempre ha existido; pero las conclusiones a las que llega quien lo posee, debido precisamente a su realismo, almacenan menos fuerza expansiva. Así, pues, el concepto que el europeo se forja de la calidad y número de las gentes del Nuevo Mundo no pasa de ser una mezcla confusa, de la cual resultaba difícil, para los contemporáneos, deslindar lo quimérico de lo real. Colón asienta en el diario de su primer viaje, el 4 de noviembre de 1492, que, según entendió de ciertos indios, «lejos de allí había hombres de un ojo y otros con hocicos de perros, que comían los hombres». De esta forma llegaba a él la noción del canibalismo caribe. Es posible que quienes daban tales referencias —aborígenes cubanos— tuvieran estas visiones horrísonas de los pintarrajeados antropófagos que asaltaban sus pacíficos poblados en auténticas cacerías de seres humanos. 

No menos adscritas al mundo de la fantasía son determinadas relaciones del francés Jacques Cartier, descubridor de la Nouvelle France, en las que alude a hombres peludos que andaban a cuatro pies y, lo que es más pintoresco, a otros que únicamente se alimentaban de agua y cuya conformación somática, por esta circunstancia, ofrecía alguna curiosa variante de la nuestra. Y así por el estilo. La enumeración se haría interminable. La fábula de las amazonas aparece desde un principio en Colón y prolifera en otros descubridores y conquistadores, haciéndose más famosa y perdurable, incluso por su valor toponímico, en la versión de Orellana, con el gran río que lleva el nombre de aquellas. Hay que agregar sirenas, carbunclos, hombres anfibios, que dormían en el fondo de un lago; individuos con pezuñas de avestruz, etc., etc. Tales maravillas lo mismo están en relatos de españoles que de portugueses, italianos, franceses, alemanes e ingleses, es decir, de cuantos tuvieron pronto contacto con el mundo recién descubierto. 

No se trata aquí de discriminar si nos enfrentamos, en la mayoría de los casos, con una dosis excesiva de credulidad, propia del espíritu de la época, o si — como apunta algún autor, concretamente en el caso colombino— de una deliberada deformación de lo existente, con el fin de presentar como más atractivas las expediciones transoceánicas, inclinando por tal medio hacia ellas el interés de los príncipes. Pero lo cierto es que así sucede y Europa adquiere un concepto fantástico acerca   del    Nuevo Mundo     a medida   que  tales despropósitos —entremezclados con verdades inatacables— se divulgan, utilizando, por añadidura, un vehículo de difusión tan extraordinario como es el de la imprenta, que parece haber escogido para aparecer y extenderse una ocasión digna de su importancia. Por otro lado, no debemos extremar nuestra extrañeza por el hecho de que infinitas gentes cultas de aquel tiempo aceptaran de buena ley tales ficciones, pues casi puede tenerse como normal que el viajero —tanto lo fuera por tierra como por mar— recogiera en sus relatos el mundo imaginario elaborado por las gentes con las cuales se ponía en contacto. No hemos de olvidar que fray Juan Plano de Carpini, enviado en 1246 por el papa Inocencio IV a los dominios del Gran Kan, consigna en sus relatos la existencia de monstruos monopernes —valga el neologismo—, los cuales, emparejándose, corrían a grandes velocidades, y que el Libro de las Maravillas, de Mandeville, debió sin duda influir en la mente de muchos de los descubridores, incluido el propio Colón. Y, finalmente, bástenos recordar que, en la misma época, probos y severos magistrados sentencian y condenan brujas, las cuales, según abrumadoras e irrecusables pruebas, la misma noche en que son vistas pacíficamente en un lugar ejecutan alguna fechoría, con su mismo ser físico, a muchas leguas de distancia. El deslinde entre la realidad y la fantasía en el campo de los conocimientos humanos no vendría sino mucho más tarde. 

El primitivo telar es aun hoy utilizado por esta sonriente india
de San Antonio Aguas Calientes, en Guatemala


II. LA POLÉMICA LASCASIANA 

Andando el tiempo, la fábula, al menos en lo que concierne a las calidades naturales y anímicas del hombre americano, pierde vigencia y los testimonios, cada vez más numerosos y verídicos, relegan a un discreto segundo plano los engendros imaginativos. Apenas si ya se especula —utilizando, claro está, las turbias fuentes enumeradas— acerca del origen de los moradores encontrados en el Nuevo Mundo con las deducciones que pueden suponerse. Pero, en cambio, idéntica credulidad y no menor fantasía se ponen ahora al servicio de un tema que no había de interesar y apasionar menos: el de la labor realizada por los españoles en aquellas tierras y el trato dado por ellos a sus habitantes. Ahora ya no es cuestión de saber si hay gentes que se alimentan con el olor de las flores o si otras disponen en sus poblados de establecimientos destinados a comerciar con vianda humana. Importa menos discutir si los gigantes patagones tienen seis, ocho o doce palmos de estatura o si las amazonas son capaces de esto o de lo otro. Los hombres con hocico de perro, los que viven en el fondo de un lago, los que tienen pezuñas de avestruz, los que andan a cuatro pies, etc., pierden ante las multitudes su novedoso brillo, pues todo el interés revierte hacia la inconmensurable suma de los que se reputan sacrificados por la codicia, el despotismo y la maldad de los conquistadores. El tema ahora no es otro que el de la crueldad española. En suma, no se ha hecho sino cambiar de leyenda. El descubrimiento proporciona la de un continente fabuloso; la conquista y la colonización, la de un continente arrasado. Exhausta la primitiva —que pudiéramos denominar etnográfica—, de regusto medieval, se inicia otra, pujante, arrolladora y de incontrovertible apariencia: la leyenda negra. 

¿Qué es lo acontecido? Algo que no por explicable deja de tener características en extremo singulares. Y es que, siguiendo los pasos a los descubrimientos, han ido los peninsulares dominando, uno tras otro, los reinos y señoríos aborígenes. En otras palabras, que España ha incrementado, en proporción fabulosa y desusada, sin términos parangonables en el pretérito, su poderío, haciéndose señora del mundo. Mas esta no ha podido ser obra de paz, y, siéndolo de guerra, hubo de serlo —en infinitas ocasiones — de guerra sin tregua y sin piedad. Pero semejante lucha, aunque de consecuencias imprevisibles en su momento, no es sino una más entre las infinitas que la humanidad ha conocido, la cual, desafortunadamente, no ha dispuesto de otro medio para llevar a término sus movimientos de expansión. La propia España, ahora conquistadora, había sufrido, con varia fortuna, la suerte que deparaba al Nuevo Mundo. Y puede decirse que su impulso conquistador le venía, paradójicamente, de un sentimiento contrario. En efecto, si cupo en suerte a romanos y visigodos apoderarse sucesivamente de la Península y marcar en sus habitantes huella imperecedera, los árabes, en su avance sobre ella, no lograron sino presionar el resorte hispánico, para hacerlo saltar en Covadonga. Y de este modo, un pueblo que guerrea durante siglos para rescatar su territorio invadido, cuando lo tiene libre de extraños, por una especie de inercia extensiva, se halla mejor que ningún otro preparado para señorear cuanto viene de arrebatar al enigma del Mar Tenebroso, en un afán que tiene tanto de aventura como de fervor misional y ansia de poderío, con todo lo que ello significa, tanto en lo material como en lo espiritual y en lo político. Los mil episodios que jalonan la conquista, con las luminosidades y las sombras que son patrimonio de todo lo humano, producen en su momento una situación que puede, sin duda alguna, calificarse de insólita. Y es que los objetivos de aquella no interesan a cada uno de los elementos que en ella intervienen en idéntica medida. Para la Corona serán preferentemente políticos, sin que dejen de pesar, desde luego, los misionales y económicos. Para los conquistadores serán los económicos los que figuren en cabeza, siguiendo los políticos y misionales. Y para la Iglesia, es natural que los últimos —es decir, los misionales—  no solo se antepongan a los demás, sino que en gran proporción sean acaso los únicos.     Y por tales motivos,       al enfocarse la acción de los conquistadores —quienes, a la postre, pechaban con la parte más ardua— , no resultaba difícil cargarles en cuenta la integridad de los desaciertos, generalizando la conducta de todos por el patrón de cierto número de ellos. 


Y, de tal manera, se produce la circunstancia de que funcionarios,  eclesiásticos  o    conquistadores            mismos —enzarzados tantas veces en sañudas disputas— denuncien a la Corona, bien tropelías ciertas, bien atrocidades inventadas o tenidas por tales a través de versiones partidistas. Pero lo que es más —pues todo lo anterior podía quedar sumergido en el secreto de los Consejos reales— , y que indica el clima de liberalidad que se respiraba en la España del siglo XVI , es que hubiera quienes, de un modo sistemático, y sin hacer excepción alguna, tomaran parte por los aborígenes del Nuevo Mundo —es decir, por los vencidos—, constituyéndose en voceros de su causa, empleando cuantas armas hallaran a mano para rebajar y desacreditar la obra de los conquistadores, presentándola en forma odiosa a la consideración de sus contemporáneos, y, sin proponérselo, tal vez, de la posteridad. Lo anterior, en sí mismo, carece de solido fundamento moral desde el momento en que una causa, por justa que sea o nos lo parezca, no puede defenderse si no es a base de verdades comprobadas. Mas hubo un abogado de los indios —el máximo de todos, fray Bartolomé de las Casas— que, llevado de su celo o, mejor dicho, de su ardor polémico, acumuló cuanto pudo  recoger —que fue muchísimo y de la más varia e incontrastada procedencia— para deprimir la acción de aquellos de sus compatriotas que abrían con la espada nuevos caminos a la civilización cristiana, tratando por tal arbitrio de inclinar la voluntad del césar Carlos —como lo consiguió finalmente— a dictar en favor de los indígenas americanos una legislación protectora, que apuntaba ya en embrión en las justicieras disposiciones de la reina Isabel. 

Pero este apóstol de los indios no limitó su labor de controversia a memoriales destinados a ser leídos por los hombres de Gobierno, sino que dio a la imprenta el fruto de sus lucubraciones. Y aun más: los indios no solo tuvieron defensores en el seno mismo de la nación conquistadora, sino que incluso esta llevó sus razones, por boca de algunos de sus teólogos, a la palestra internacional, utilizando en tal sentido nada menos que el Concilio de Trento, donde los argumentos del desventurado cacique Hatuey fueron esgrimidos en favor de sus hermanos de raza. Para garantizar la liberalidad española en este punto, lo señalado resulta harto elocuente. 

Retrato de un indio principal de Quito,
pintado el siglo XVIII por Vicente Albán,
que figura en el Museo de América.



Indio Principal de Quito con traje de gala
(1783; Museo de América, Madrid)

Mas semejante actitud, admirable por lo que implica de reciedumbre moral, así como de subordinación de los fines utilitarios a los fundamentos éticos, facilitó a las naciones rivales de España los materiales suficientes, a fin de que pudieran, con visos de verosimilitud, vilipendiar la acción de esta en el Nuevo Mundo. Sobradamente conocidas son las múltiples ediciones que en diversas lenguas tuvo la obra de Las Casas titulada  (1552) y en qué forma otros relatos sirvieron idénticos fines. La leyenda negra había hecho su camino, y las grandes figuras de Europa —salvo contadísimas excepciones— llegaron a tener como verdad inconcusa que la labor de España en el continente por ella descubierto no había sido otra cosa que el asalto de unos bandoleros, carentes de todo sentido moral, a unos pueblos inermes, que habían sucumbido en medio de los más inhumanos tormentos. La leyenda etnográfica de los primeros tiempos habíase trocado en otra no menos fantástica, pero de efectos bastante más duraderos. 

Continuará el próximo lunes

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