"De la leyenda etnográfica a la leyenda demográfica" (2 de 2)


El lunes pasado publicamos la primera parte de una nota aparecida en el número 76 (correspondiente al mes de julio de 1954) de la revista Mundo Hispánico. El artículo pertenece a Rodolfo Barón Castro y se titula "De la leyenda etnográfica a la leyenda demográfica".

Hoy compartimos los tres últimos ítems del artículo. Las ilustraciones son las de la nota original, pero de una de ellas (el cuadro del pintor boliviano Arturo Reque Meruvia) hemos añadido también la versión en colores.


De la leyenda etnográfica a la leyenda demográfica


III ABERRACIONES DEMOGRÁFICAS 

Esta leyenda, que abarca todos los aspectos de la acción española en el Nuevo Mundo, es decir, los morales, políticos, económicos, culturales, etc., se centra principalmente en uno: el demográfico. El cargo principal contra la nación española, el que a ojos de tantos y tantos autores de más de cuatro siglos la ha hecho reo de un delito de lesa humanidad, no es otro que el de haber exterminado, casi de raíz, las gigantescas masas humanas pobladoras del hemisferio  occidental. Según sus voceros, allí donde los españoles asentaban su planta se verificaba una sistemática y despiadada labor de aniquilamiento. Basta hojear las páginas de Gage, Raynal, Montesquieu o Campe para cerciorarse de lo imbuidos que se hallaban tales autores de defender —no entremos a juzgar si desinteresadamente— los firmes principios de la ética internacional frente a un pueblo que consideraban los había violado como ningún otro en el discurrir de los tiempos. 

En más de una oportunidad he aducido, por su alto valor sintomático, un juicio de Montesquieu que esconde la crudeza de su acerada intención entre la galana prosa de sus Lettres Persanes (1721). Dice así: 

«Los españoles, desesperando de retener en la fidelidad a las naciones vencidas, toman el partido de exterminarlas y de enviar desde España pueblos fieles. Jamás designio más horrible ha sido tan puntualmente ejecutado. Vemos así un pueblo tan numeroso como todos los de Europa reunidos desaparecer de la tierra a la llegada de estos bárbaros, que semejan, descubriendo las Indias, no haber pensado sino en descubrir a los hombres cual era el último periodo de la crueldad».  

Mas no puede decirse en menos líneas. Toda la leyenda negra esta condensada en ellas. Montesquieu debía de conocer —porque lo dice bien claro al expresar que igualaba a todas las de Europa juntas— cual era la población americana en el momento del Descubrimiento. Y estaba seguro de que había sido totalmente eliminada cuando afirma que el designio que atribuye a los españoles habíase cumplido puntualmente. Son, sin embargo, demasiadas seguridades. Si hubiera creído en los hombres con hocico de perro o en los que se alimentaban del olor de las flores, no habría andado más cerca de la verdad. 

Claro está que no se trata de una apreciación que hayamos de cargársela en su exclusiva cuenta personal. Reflejaba el espíritu, de la época, y muchos, muchísimos, siguieron por idéntico camino. La leyenda negra no ha sido peculiar de ningún país. Durante la independencia hispanoamericana, y en el periodo subsiguiente, utilizaronse sus argumentos como arma de combate contra la metrópoli, e incluso ha tenido seguidores, propugnadores y defensores dentro de la misma España. Y la aspereza dialéctica empleada por Montesquieu no resultaría, de parangonarse con otras, la de máxima virulencia. 

Pero esta es cuestión que, para ser examinada —y felizmente rebatida— , exige que lo sea en su propio terreno, es decir, en el de las cifras. Veamos hasta donde la leyenda negra, en su sustancial aspecto —es decir, en el demográfico— , carece, en sus lineamientos generales, de fundamento. 

A quien de modo taxativo afirme que la población aborigen del Nuevo Mundo sobrepasa en nuestros días a la existente en la época del Descubrimiento,    es posible que se le tenga —salvo en los círculos de especialistas— más como esgrimidor de un habilidoso pero infundado argumento que como expositor de una conclusión de índole rigurosamente científica. 

El eco de las depredaciones de la conquista volvería a los oídos, y los pueblos arrasados se tendrían presentes para cohonestar tal aserto. No faltarían en la réplica las portentosas aglomeraciones vistas por los primeros navegantes y misioneros, y hasta las ciudades de Cibola bajarían de la imaginación de fray Marcos de Niza para situarse en el orden de batalla polémico. Resulta demasiado fuerte para determinados espíritus —aquellos en los que aún perviven resabios de la leyenda— el pensar que el Nuevo Mundo, despoblado por la saña española, pueda contener en el año en que vivimos mayor número de individuos pertenecientes a los grupos amerindios que los existentes cuando Colón poso su planta en la isla de Guanahani. Ello no significaría otra cosa sino reconocer paladinamente que aquellos no fueron sistemáticamente exterminados. El horrible designio que Montesquieu atribuye a los españoles quedaría vacío de sentido. 

No se trata, sin embargo —y recurramos una vez más a una feliz expresión del insigne Carlos Pereyra— , de convertir leyendas negras en leyendas blancas, sino simplemente de colocar las cosas en su sitio, utilizando elementos de juicio puramente objetivos. 

Para dar contenido a lo antes enunciado, es decir, a la posibilidad de que en nuestros días haya en América más aborígenes que en 1492, se precisaría conocer con la suficiente aproximación el número de pobladores que entonces poseía y el total de indígenas que en ella habitan en la actualidad. Esto último, ciertamente, no escapa de nuestras posibilidades, pues existen suficientes detalles estadísticos como para saberlo con un margen de error no muy apreciable. En cuanto a lo precedente, trátase de un problema de demografía histórica muy debatido, más a propósito del cual, sin embargo, se ha llegado a conclusiones valiosísimas, algunas de las cuales son capaces de satisfacer las' más severas exigencias científicas. 

Por lo que hace a la realidad actual, los indígenas que habitan en la parte del continente americano que perteneció a España pueden evaluarse, en calculo prudencial, alrededor de los dieciocho millones, asentados los principales núcleos en México, Centroamérica, Ecuador, Perú, Bolivia y Paraguay. En lo conexo con la población existente en el Nuevo Mundo a fines del siglo XV, las estimaciones oscilan desde los cuarenta o cincuenta millones que supone Karl Sapper hasta los ocho millones cuatrocientos mil que calcula Alfred L. Kroeber. Tanto para saber si ha descendido el número de aborígenes desde la llegada de los españoles hasta el presente, como para averiguar si, por el contrario, este se ha incrementado, estamos obligados a depurar debidamente las cifras que acabo de citar. Por lo que atañe a la estimación de Sapper, está fuera de duda que resulta exagerada en demasía. Baste enunciar que a los países centroamericanos adjudica una población de cinco a seis millones de habitantes en el momento de la conquista, para descartar sus cálculos. En efecto, esta suma de moradores viene a resultar similar, más o menos, con la computada para el istmo en 1930, la cual es fruto de innumerables circunstancias desconocidas en el periodo prehispánico. Determinar una población relativamente cuantiosa para una zona donde se desconocían los animales de tiro y los de carga, la rueda, el arado, así como otros muchos utensilios reputados esenciales para obtener de la tierra un rendimiento eficaz, no puede ser más aventurado. 

En cuanto al cálculo de Kroeber, si bien hallase fundado en métodos de análisis tan nuevos como sugestivos (examinando la población que cada espacio podría sostener, habida cuenta de su tamaño y los métodos de cultivo empleados en él), puede considerarse como pecando por el vicio contrario, es decir, por su excesiva reducción. 

Personalmente, estimo que, en este aspecto, los cálculos publicados por el investigador argentino Ángel Rosenblat (La población indígena de América, Buenos Aires, 1945) son los que mejor responden a la posible realidad de los hechos. A su juicio —después de estudiar con el máximo cuidado los principales elementos indiciarios—, la población del continente alcanzaría en el año del Descubrimiento un total de 13.385.000 individuos. Esto significaría —tomando en cuenta que sólo en la parte que dominó España hay en la actualidad unos dieciocho millones de aborígenes— un aumento de más de cuatro millones y medio. Añádase al cálculo de Rosenblat —si aún se le estima reducido— un porcentaje prudencial, y siempre quedará patente, cuando menos, que el número de amerindios actuales sobrepasa al de los existentes en la época del descubrimiento. 

Pero este de la población indígena, con ser de sustantiva importancia, no es sino un aspecto del problema general demográfico, que trato de reseñar brevemente. La llegada de los españoles provoca en el Nuevo Mundo un descenso en la cuantía de sus moradores. Esta es una verdad comprobada, cuyas causas —de índole diversa y compleja— pueden parangonarse con las que en la época contemporánea han originado el desaparecimiento o la disminución —según los casos— de los pueblos polinesios. Pero la despoblación de los dominios españoles se compensa cuantitativamente, dentro del mismo periodo colonial —salvo contadas excepciones—, no tanto por reemplazo de pobladores —caso que, en forma absoluta, únicamente se produjo en las Antillas, donde españoles y negros ocuparon con el tiempo el sitio de los aborígenes— , sino por conservación del elemento autóctono, nacimiento de la raza mezclada —que absorbió y sigue absorbiendo parte de los núcleos nativos y foráneos— y afluencia continuada de peninsulares. 

Esto significa, en otros términos, que la obra de España en el continente descubierto por el genio de sus nautas, desde el punto de vista demográfico, se logra plenamente. La causa no es otra que el sentido de igualdad étnica que aporta como premisa indispensable para la realización del mestizaje y garantía para la conservación de los elementos indígenas. Ninguna disposición, ciertamente, expidiese durante los tres siglos del dominio español en el Nuevo Mundo por la cual se considerara a los indios como incapacitados para mezclarse con los conquistadores. Bien por el contrario, múltiples ordenanzas pueden citarse por las cuales se equiparan unos con otros, sin que falten las tendientes a fomentar las uniones mixtas. 

Ello, naturalmente, no podía provenir sino de una cuestión de principio resuelta de antemano. Para el español, imbuido de un profundo y claro sentido religioso, es el indio poseedor de un alma semejante a la suya y, por ende, sujeto a las mismas leyes y a los mismos fundamentos éticos. En suma, es un prójimo. Podía alegarse, con relación a los aborígenes de ciertos lugares, un estado de atraso o de error; pero esto no podría explicar en modo alguno el que, desde el punto de vista espiritual, se les considerara inferiores y distintos. El canibalismo, la idolatría o los sacrificios humanos podrían tenerse como hechos derivados de un escaso nivel de cultura, mas no como factores capaces de autorizar cualquiera otra conclusión de tipo general. El mestizaje —el gran logro étnico y demográfico de la Colonia— no hubiera sido posible sin que alentara en la mente española tal modo de pensar. Ello es distinto —¡quien lo duda!— de que las realidades estrictamente sociales colocaran al indio, en determinados aspectos, en una situación de practica inferioridad con respecto del blanco, y que el mestizo flotara en una zona intermedia (la pigmentocracia). No sólo porque la conquista fue una guerra, en la que hubo, naturalmente, vencidos, sino porque situaba a los indios en el comienzo de una etapa de adaptación a nuevas condiciones de vida, que habrían de tardar mucho tiempo en recorrer. Quien trate de ignorar estas premisas históricas y sociales, deduciendo de ellas conclusiones desorbitadas, estará reñido, sin duda, con la sana lógica. Fuera, sin embargo, de las cuestiones de principio (en todo momento a salvo), hay una realidad presente sobre la cual apoyarse. Pueblos conquistadores ha habido muchos. Las grandes rutas marítimas, una vez abiertas, condujeron las naves de muy distintas naciones. Contactos entre los europeos y los naturales de otros continentes se han dado con sobrada abundancia. Sin embargo, la obra de mestizaje realizada por España y la de incorporación de las masas indígenas a su propio estadio cultural no han tenido pareja. Guiado por buena o mala fe, el error hizo su camino. La moderna critica histórica se ha encargado de volverle a su guarida. 



IV EL CAMINO DE LA VERDAD 

No todo, sin embargo, estuvo en los autores extranjeros de siglos pretéritos basado en una ciega credulidad a las cifras de la leyenda negra, ni faltaron tampoco las plumas conspicuas —de una y otra banda del Océano— consagradas a combatirlas. Hay que consignar, por lo que refleja de espíritu científico, capaz de discernir lo erróneo de lo verdadero —pese al mare magnum de falsos informes—, las actitudes de los escoceses William Robertson y Adam Smith, quienes, en sus obras fundamentales respectivas (Historia de América y La riqueza de las naciones, aparecidas ambas en el último tercio del siglo XVIII), exteriorizan juicios acerca de la acción de España en América, imbuidos de un criterio que, por independiente, se aparta en mucho del que era habitual en aquellos tiempos, exponiendo, sobre algunos aspectos de aquella, puntos de vista que los avances de la ciencia han confirmado posteriormente. Así, el primero, en sus opiniones acerca del mestizaje, y el segundo, en las relativas a la población americana. Robertson supo ver hasta dónde era creadora la política racial de España en Indias, y Smith, apreciar en qué medida disparatada se habían evaluado las primitivas poblaciones novomundanas y, por ende, cuan falsos eran los cálculos que se hacían a propósito de su destrucción. 

Pero si el siglo XVIII es el de estos tratadistas, no lo es menos el de Raynal y De Paw, francés el uno y holandés el otro. Es el primero autor de una obra harto divulgada (Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des européens dans les deux Indes), desde su primera salida, en Ámsterdam, año 1770, la cual encierra la más acre diatriba contra la acción española en Indias, y donde la información de Las Casas sirve a maravilla los designios del autor. Tuvo como replica adecuada las Reflexiones imparciales acerca de la humanidad de los españoles en las Indias, del jesuita catalán, expulso, Juan de Nuix y Perpiñá, aparecida en Venecia, en italiano, en 1780, en la que extiende su controversia a Robertson, pero que, en el fondo, no es sino una puesta a punto, con harta sagacidad y lógica, de los escritos de Las Casas, y en especial de los dislates demográficos en ellos contenidos. 

Pero si Raynal —como sus antecesores— añade volúmenes a la leyenda negra, dando como buenos los absurdos de esta en lo concerniente a los temas de población, Cornelio de Paw se manifiesta en tales puntos bastante más perspicaz. Sus Recherches philosophiques sur les Americains, que vieron la primera luz en 1768, y que provocaron de inmediato una réplica del benedictino Dom Pernety, con la consiguiente contrarréplica del autor, pone en tela de juicio los números lascasianos, y, hemos de reconocerlo, en este aspecto, no andaba lejos de la verdad. Pero, en cambio, acaso ningún autor como él, en el siglo de la ilustración, llevo el disparate a términos de mayor demencia. No es ya solo la obra de España en el Nuevo Mundo la que mueve su pluma a los dicterios más acerbos, sino el propio continente —en su naturaleza (clima, flora y fauna) y en sus habitantes— , el que no le merece sino la más deplorable de las opiniones. Todas sus recherches se hallan encaminadas a demostrar que ninguna civilización puede allí prosperar, y cuanto existe en América se halla irremisiblemente condenado a perderse en la degeneración y la esterilidad. Los indios, para él, son seres inferiores, incapaces de elevar su nivel. Uno de sus capítulos lleva este pintoresco título: «Du génie abrutie des Américains». El comienzo del mismo hace honor al rótulo. He aquí la traducción:  

«Hasta aquí hemos considerado a los pueblos de América en el aspecto de sus facultades físicas, que, estando esencialmente viciadas, aparejaron la perdida de las facultades morales. La degeneración había atacado sus sentidos y sus órganos; su alma había perdido en proporción de su cuerpo. La naturaleza, habiendo negado todo a un hemisferio de este globo para dárselo al otro, no había colocado en América otra cosa que niños, de los cuales no ha podido todavía hacer hombres. Cuando los europeos llegaron a las Indias Occidentales, en el siglo XV, no había un solo americano que supiese leer y escribir; no hay todavía un americano que sepa pensar». 

La conclusión, a finales del siglo XVIII, no puede acusar —diciendo poco— más ignorancia. Las civilizaciones aborígenes —azteca, maya e incaica, por citar las primordiales—, que, a medida que son estudiadas, mueven más a considerar el alto nivel que alcanzaron ciertos pueblos amerindios, no significan nada para el señor De Paw, pese a que, para entonces, había ya bastantes elementos de juicio para estimarlas, si no en su justo valor, al menos concediéndoles alguno. Mas como él, desde su gabinete, dictaba sin apelación, también tenía por degenerados a los blancos nacidos en el Nuevo Mundo, es decir, a los criollos y, naturalmente, como individuos carentes de toda capacidad, a los mestizos.    

Como tropieza —y el tropiezo es serio— con el caso estupendo de un mestizo de la talla de Garcilaso de la Vega, el Inca, autor de obras magnificas, entre las que descuella la admirable de los Comentarios Reales, aparecida su primera parte en Lisboa, en 1609, y la segunda en Córdoba, en 1617, recurre al arbitrio fácil de declarar el libro «tan indigesto, tan lastimoso, tan radicalmente mal razonado, que tres autores franceses que intentaron resumirlo y ponerlo en orden no pudieron conseguirlo». Y añade que «en la última historia de los incas, que ha aparecido en Paris en 1744, y que se atribuye a Garcilaso, no se ha conservado una frase del original». Pero como no se queda muy convencido de que sus lectores sean de su misma opinión —alguno podía haber leído la versión que en 1711 había publicado Richelet, en París, de La Florida del insigne cronista—, aprovecha la oportunidad para escurrir el bulto, asegurando que «un verdadero americano no habría estado jamás en situación de componer una página en el estilo y gusto de este Garcilaso, que no habría escrito nada si no hubiera tenido por padre a un europeo». Acto seguido, sentencia: «Los verdaderos indios occidentales no encadenan sus ideas, incapaces de reflexionar sobre lo que han dicho y sobre lo que dirán después; no meditan, y carecen de memoria». ¿Para que seguir? 

Así como Raynal, y Robertson en parte, tuvieron en Nuix y Perpiñá un vigoroso contradictor de sus errores, primordialmente los del primero, también De Paw, a más de Dom Pernety, halló en el jesuita mexicano expulso Francisco Javier Clavigero la persona que pusiera en evidencia todas sus insensateces. En efecto, este ilustre sacerdote, como complemento de su Storia antica del Messico, y aparecida juntamente con esta, que vio la luz en Cesena, en 1780 y 1781 (y de la cual, en 1945, se ha publicado la versión castellana según el manuscrito original), publicó unas Disertaciones, donde puntualmente se entretiene en demostrar —con preferencia por lo que a México atañe— la inconsistencia de los argumentos del autor holandés. Conclusiones del tipo de las empleadas por De Paw nos parecen, en nuestros días, no solo carentes de fundamento, sino rayanas en el ridículo. Contrariarlas sería labor elemental y meramente enumerativa. Cualquier resumen de literatura hispanoamericana —por no ensanchar más el campo— tendría sobrado valor probatorio. Desde el Popol Vuh, la universalmente conocida teogonía quiché, pasando por las grandes figuras de la colonia, bien indígenas, como Alva Ixtlilxochitl, Chimalpain y tantos más; bien criollas, como Sor Juana Inés de la Cruz o Juan Ruiz de Alarcón, entre otras muchas; bien mestizas, como las de Garcilaso, Muñoz Camargo o Concolorcorvo, hasta las posteriores a la Independencia, con su ingente floración de valores de primer orden, en la que indios, criollos y mestizos participan a porfía, habría más que suficiente para avergonzar al señor De Paw por tan pintorescas lucubraciones. Un mestizo de la envergadura de Rubén Darío es un mentís más claro —si no lo fuera ya el propio Garcilaso— , para ahorrar cualquiera moderna réplica a las Recherches philosophiques y demostrar, por añadidura, que la acción española en el Orbe Nuevo, impregnada de una fuerte dosis de positiva solidaridad humana, basa en tan firme sillar su carácter imperecedero.

V LIQUIDACIÓN DE LEYENDAS 

Así, cuando tiene su inicio la pasada centuria, es decir, la de la emancipación hispanoamericana —valga expresar la de la mayoría de edad de la América hispana— , el mundo aún no ha acabado de salir del confusionismo que envolvió los orígenes de esta. La primitiva leyenda etnográfica — la de los seres míticos— ha cedido paso a la seudocientífica de los pueblos inferiores, que tiene partidarios en épocas más recientes. Y la leyenda demográfica, pese a sus impugnadores, pervive con toda su  virulencia hasta fechas actuales, en las que ha podido reducirse a los límites de donde nunca debió salir. Una y otra, sin duda, han perturbado no solo el conocimiento de la obra de España en el Nuevo Continente, sino el de la propia América hispana, incluso para sus mismos hijos. 

Pero ahora no está ya en manos de imaginativos viajeros ni de pretendidos filósofos la clave del asunto. La obra está hecha, cuajada, madura. Existen auténticas naciones, que se sienten tan dueñas de su futuro como conscientes de su pasado. Aquel, asegurado por cuanto les brinda de riqueza el suelo, que, en su magnitud, puede albergar cientos de millones de hombres; este, firmemente alimentado en las raíces de una tradición, cuya savia fecundante arranca del Descubrimiento. La leyenda negra, puramente antiespañola con Gage, Montesquieu o Raynal; antiespañola y antiamericana con De Paw, no podrá prolongar su agonía sin empañar el limpio espejo de la verdad. Los nuevos capítulos que puedan añadírsele apenas si habrán de durar lo que tarden en escribirse, pues su sino, en nuestra época, no es otro que el de nacer muertos.

La misma realidad se ha encargado de hacer justicia a la obra de España. A la gesta extraordinaria del descubrimiento, a la epopeya de la conquista, al quehacer continuado de la colonia, no podía suceder —tras el fragor de la lucha emancipadora, de traza tan española— sino lo que nos muestra el tiempo presente, es decir, el espléndido panorama de veinte pueblos, orgullosos de su libertad, pero unidos sólida y permanentemente por el común denominador hispánico. Si ya Robertson lo advirtió cuando aún quedaba mucho camino por recorrer, podemos ahora, con los firmes elementos de juicio que nos depara la percepción de lo existente, asegurar de modo taxativo que la obra de España en el Nuevo Mundo no fue solamente colonizadora, sino que, por sus móviles, su desarrollo y sus resultados, sobrepasa las lindes de este calificativo —por más que lo ennoblezca un antecedente como el romano—, para merecer otro de más elevada alcurnia. Y es que con verdad puede decirse que España, a lo largo de tres centurias, tuvo el insigne privilegio de crear un mundo nuevo, modelado a su imagen y semejanza. 

(Texto leído por su autor en el Seminario de Estudios Americanistas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, en la conmemoración del “Día del Indio”) 



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