"Una América confederada es hoy una necesidad histórica"

En 1956 tuvo lugar en los Estados Unidos una celebración en conmemoración del 130° aniversario del Congreso de Panamá. Una breve crónica de los prolegómenos de ese encuentro y las palabras del embajador de España en Washington fueron publicadas en el número 101 de la revista Mundo Hispánico. Transcribimos a continuación la nota.


El CXXX aniversario del Congreso de Panamá iba a celebrarse en dicha ciudad por iniciativa de la O. E. A. y con asistencia de todos los Presidentes de los Estados americanos. Se pensaba en esa reunión suscribir una declaración conjunta que ratificase la solidaridad interamericana, identificándola con los ideales del mundo libre, pero la enfermedad del Presidente de los Estados Unidos obligó a aplazarla. Fue entonces cuando el embajador de España en Washington, señor Areilza, tuvo la idea de celebrar aquel aniversario —el día 22 de junio—en la Embajada española con una comida a la que asistieron los jefes de misión hispanoamericanos acreditados en Washington. La pujanza del hispanoamericanismo quedó expresada en el éxito de esta reunión, en la que el señor Areilza pronunció las brillantes palabras que aquí ofrecemos.

 

Hace  exactamente ciento treinta años en que en tal día como hoy llegaban, a las once de la mañana, al histórico convento de San Francisco, de la ciudad de Panamá, convertido en Cabildo municipal, ocho caballeros de rotundos apellidos españoles, para abrir las sesiones de una memorable Conferencia. Eran los representantes diplomáticos de las recién nacidas Repúblicas de Colombia, México, Perú y Centroamérica, y venían, venciendo mil dificultades geográficas y políticas, para responder al llamamiento que dos años antes, desde Lima, el genio político de Simón Bolívar había lanzado a las naciones del continente americano recién emancipadas. Solamente acudían cuatro, porque las crisis internas, las revoluciones y, por encima de todo, la incomprensión, crearon un vacío en torno al llamamiento patético y profético del gran caudillo americano. Abriéronse las sesiones seguidamente. Duraron varias semanas. De ellas salió un tratado de unión entre los cuatro países interesados, que nunca llego a ratificarse por los Gobiernos respectivos. Bolívar mismo se percató de que, como casi todos los profetas, había atisbado el desarrollo de un proceso histórico que no estaba maduro todavía. “Ni esta generación ni la siguiente vera el triunfo de la América que estamos construyendo’’, repitió más de una vez. Pero la semilla fecunda de la idea central bolivariana había caído en buena tierra y la solidaridad panamericana estaba en marcha. Una fortuita circunstancia, que todos lamentamos profundamente, ha impedido que el CXXX aniversario del Congreso de Panamá se celebrase este año solamente en el mismo lugar en que se desarrolló la primera asamblea. Por ello he querido conmemorar en esta sencilla reunión de familia la efemérides, sentándonos juntos hoy en esta mesa los que descendemos del tronco común de una misma cultura y una misma vida histórica y social, a compartir con alegría los recuerdos y las esperanzas.

ANTE LOS PELIGROS COMUNES, SOLIDARIDAD

Hoy, al cabo de casi siglo y medio, la idea central de la carta de Jamaica de formar y construir las bases de “una gran liga, la más extraordinaria que pueda existir sobre la tierra”; de un sistema político que articulase a los pueblos de la América hispanoportuguesa y de la América anglosajona en una forma tal que, para repetir las ideas del Libertador, “sirviese de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel interprete en los tratados internacionales y en la superación de nuestras diferencias”, es algo que en cierto modo existe, no tan solo en la eficaz realidad de la Organización de los Estados Americanos, sino, de un modo más vivo y eficaz todavía, en el pensamiento de los estadistas y políticos de este continente. En estos ciento treinta años, los que no comprendieron entonces a Simón Bolívar han ido rectificando sus errores, que el tiempo y la historia han acabado por revelar claramente. En primer lugar, nosotros, los españoles, que durante tantos decenios, en el propio siglo XIX, vivimos de espaldas a nuestras antiguas provincias por un mal entendido espíritu de soberbia y de desdén, y al fin lo superamos a comienzos del siglo por la sabiduría política de nuestro monarca Alfonso XIII, el primer jefe de Estado español que revivió el hispanoamericanismo practico, rectificando así un siglo de incomprensión y enemistad, y con el apogeo de entrañable cordialidad americana que la España de Franco hoy siente y realiza. Los Estados Unidos de Norteamérica iniciaron generosamente una política de buena vecindad, en rectificación de pasados desvíos, y los propios pueblos iberoamericanos, que tardaron asimismo casi un siglo en superar sus querellas intestinas y sus luchas fratricidas en aras de un interés superior intercontinental.

ESPAÑA Y AMÉRICA, UNA MISMA HISTORIA

Me preguntaban hace algunos días, con abierta curiosidad, algunos periodistas norteamericanos, las razones por las cuales España, que era, por decirlo así, la gran vencida política del Congreso de Panamá iba a conmemorar ahora este trascendental episodio. Yo les contesté que nuestra historia es, a pesar de las apariencias, una e indivisible, y que no puede entenderse la América sin España ni España sin América, pues ambos somos hijos y descendientes de un antepasado común, la España del siglo XVI, que descubrió y civilizo, juntamente con Portugal —su hermana entrañable este continente. Pocas veces ponemos atención en lo que esta frase, tantas veces repetida, significa en realidad. Esa obra gigantesca que una minoría relativamente pequeña de unos millares de españoles y portugueses llevo a cabo entre 1500 y 1800. Y es aún más interesante que el relato épico de las batallas heroicas o de las gestas inverosímiles de nuestros conquistadores, el estudiar la trama intima de la vida social americana desde el comienzo de esa conquista. Sin entrar a fondo en el análisis de esa vida propia de los iberoamericanos, desde los primeros años posteriores a Colón no se puede entender nada de la subsiguiente historia política de América. Eso que Unamuno hubiese llamado la “intrahistoria” es la quintaesencia de Iberoamérica, y esa realidad viva y sustancial de su espíritu sigue aun palpitante y caliente, buscando, muchas veces a través de revoluciones violentas, sus formas políticas definitivas. Estos últimos ciento treinta años trajeron una gran deformación de la verdad histórica, poniendo el acento en episodios y luchas muchas veces de carácter local, que eran los árboles que impedían ver el bosque. La verdad es que la vida americana, o, mejor dicho, iberoamericana, empieza al día siguiente mismo del descubrimiento y de la conquista. Los españoles y portugueses que vienen en las primeras naves traen consigo un espíritu que podríamos llamar feudal, que se apega a la tierra nueva con el fervor del que la posee por derecho de sangre. Este sentido telúrico de los primeros criollos enlaza a las mil maravillas con el sentido medieval de los jefes y caciques indios, y así se va creando la urdimbre fuerte y vigorosa de la organización social iberoamericana, que dura tres siglos.

LA RAZONABLE EMANCIPACION

Cuando los primeros movimientos de independencia aparecen o estallan en torno al episodio de la invasión napoleónica de España y al cautiverio de los reyes españoles, es esta clase directora criolla, educada en las viejas tradiciones feudales españolas, la que acaudilla los movimientos de emancipación, y es precisamente en torno a los Municipios y a los Ayuntamientos donde surgen las “Juntas” , esa palabra tan españolísima, que es como el reflejo espontaneo de una sociedad que busca instintivamente el cauce de sus instituciones naturales para mantener el orden y la ley. Pero estos criollos descendientes de los conquistadores, autores de la emancipación, padres y fundadores de las Repúblicas iberoamericanas actuales, de las que, como decía Bolívar en su carta de Jamaica, “poseían las tierras como descendientes de los conquistadores primitivos” , llevaban en sus cabezas el bagaje de las ideas que la propia España les había ido dejando a través de las generaciones como legado espiritual. Una estúpida leyenda negra quiere mostrarnos esta herencia política española en América como algo absolutista, dictatorial, intransigente e inquisitorial, bajo el signo de un feroz catolicismo fanático. La verdad es bien distinta, como todos lo sabéis. Las ideas políticas españolas de los siglos XVI y XVII no eran una dogmática unilateral, sino un conjunto vivo— y a veces contradictorio— de principios de derecho público, y así, en nuestra doctrina política está, a un tiempo, el padre Mariana, que proclama la licitud del tiranicidio para evitar el despotismo, y las maravillosas palabras de Quevedo en su Marco Bruto, cuando decía : “Mal entendió Marco Bruto la materia de la tiranía cuando tomó por tirano al soldado que, asistido de fortunados sucesos, toma para sí en las repúblicas el poder que la multitud de senadores posee en confusión apasionada. Siendo así que esto no es introducir tiranía en los pueblos, sino muda los de la discordia de muchos a la unidad de príncipe”.  Y si Vitoria disputa a los reyes la propia soberanía sobre los pueblos indígenas recién descubiertos, Suárez define al poco tiempo el fundamento moderno del derecho de gentes, mientras que el padre Las Casas, exagerando el argumento, se levanta en defensa de los indios en una apasionada polémica, cuyos ecos no se han extinguido todavía.

NECESARIA UNIDAD DE MANDO

Y así, la herencia política de lo español y de lo portugués en América es, junto a una serie de formas de vida sustanciales, junto a una tabla de valores morales bien definida, junto a una respuesta concreta a las grandes preguntas que el espíritu del hombre se ha formulado a si mismo desde los tiempos de la Grecia clásica, un manojo de ideas políticas, que si por una parte exalta la libertad fundamental del hombre y los derechos imprescriptibles de la persona humana, de la otra reconoce la necesaria unidad de mando, que en la América de habla española y portuguesa era, además de todo, una exigencia imperiosa de la geografía y de las circunstancias. Y entre esos dos polos del caudillaje y de la libertad, herencia de nuestra cultura, ha oscilado, y oscila todavía, buscando su forma definitiva, la llama del espíritu de esta América, tan entrañablemente nuestra, que heredó nuestras cualidades excelsas y también nuestros defectos fundamentales. Sin que olvidemos tampoco en la increíble aventura de la conquista, que no fue un relámpago milagroso de pocos años, sino un proceso largo y difícil de exploraciones, descubrimientos y misiones, ese factor decisivo al que siempre hay que rendir homenaje, quiero decir la abnegada presencia de los misioneros católicos, verdaderos apóstoles y mártires de esta nueva epopeya, a los que el Nuevo Mundo tanto debe y a quienes todos los caudillos, militares y políticos rendían pleitesía. Aquel celebre episodio que Bernal Diaz del Castillo nos cuenta, cuando, a la vuelta de su mayor victoria, Hernán Cortes, con sus capitanes, camino del puerto de Veracruz, encontró a los doce primeros frailes franciscanos enviados a la Nueva España, que en su mísero cortejo venían, a través del camino, predicando la buena nueva, y en cuyo encuentro el conquistador, apeándose de su caballo, se arrodilló ante los llamados “doce apóstoles” para besar con humildad el cordón franciscano de la verdad eterna, ante sus soldados estupefactos, es acaso el mejor símbolo de este sometimiento de la gloria terrena a la virtud sobrenatural.

AMÉRICA. ESPERANZA DEL MUNDO LIBRE

Y esta América hermana nuestra, con la que nos sentimos tan íntimamente unidos en espíritu portugueses y españoles, sin que ninguna ambición política ni ridícula presunción de primogenitura nos enturbie el afecto de corazón hacia ella, es hoy justamente, con su poderosa vecina continental, la América de los Estados Unidos, la gran esperanza del mundo libre. Aquí, en este continente, 355 millones de seres, herencia directa de las formas de vida de la civilización occidental, constituyen el ejemplo vivo y el bastión invulnerable frente a la gran amenaza de subversión comunista. Nuestro enemigo común sabe bien que hay en el continente sudamericano extensas zonas donde las dificultades políticas, los abismos sociales y los fermentos de las distintas razas pueden crear el caldo de cultivo ideal para que los microbios del odio de clases y de la revolución comunista proliferen y se extiendan. La Rusia soviética llama y convoca para la gran revolución mundial que destruya los principios de la civilización cristiana de Occidente a cuantos en el mundo tengan espinas de resentimiento clavadas en su alma. Las palabras de Simón Bolívar de “hacer frente a los peligros comunes” cobran ahora grave actualidad, pues frente a ese llamamiento subversivo que se dirige a la raíz del malestar socia de los pueblos, es preciso que el mundo libre haga frente también con toda estrategia una defensiva tan audaz y directa como el ataque. ¡Inmenso error sería caer ahora, por ejemplo, en la exaltación de los nacionalismos y erizar de fronteras hostiles el continente americano! El sueño de Simón Bolívar de una América confederada es acaso hoy más que nunca, en la era del avión supersónico y de la energía nuclear, no ya meta deseada, sino una necesidad histórica imprescindible.

“DON QUIJOTE DE AMÉRICA”

He dicho el sueño de Simón Bolívar porque era, al fin y al cabo, como tantos genios políticos, un gran soñador. En esto era también aquel aristócrata criollo de pura cepa y raíz española. “Don Quijote de América” le llamó en cierta ocasión un gran poeta de España, y en la hora postrera, cuando ya la muerte le rondaba y la amargura de los desengaños le había hecho alejarse de toda actividad política, buscó refugio en Santa Marta, en la hacienda de un amigo español, al que le pidió dos cosas para prepararse para el tránsito supremo: un Cristo y un ejemplar de Don Quijote, que también se pasó la vida luchando por la justicia y por la libertad y soñando aventuras imposibles. Es sugestiva esta relación con América del quijotismo. Cervantes, mutilado ya, después de Lepanto, pidió venir a este continente para trabajar en él y acaso conseguir gloria y dinero. El fracaso de su aventura le empujo a escribir su obra maestra, de hombre de acción frustrado. Muchos suponen que fue Jiménez de Quesada, el glorioso fundador de Bogotá, quien le inspiró hasta físicamente la imagen del caballero de la Mancha. Lo cierto es que en la misma Colombia existe un lugar donde la gente del pueblo peregrina para visitar lo que ellos llaman y suponen que es el sepulcro de Don Quijote. Podía añadir a este episodio muchos más, pero termino con uno que me refirió una gran poetisa brasileña acerca de su país : “En el norte del Brasil —me dijo— hay una pequeña ciudad en la que existe un curioso monumento al héroe de Cervantes, con esta sencilla inscripción: “A Don Quijote, cuando quiera venir”. Creo que el tiempo histórico está maduro para esta vuelta de Don Quijote al Nuevo Mundo, unido esta vez en haz indestructible que defienda la libertad, la justicia y la paz, bajo un orden divino. 

Creo que los pueblos de América hispanoportugueses, juntamente con el gran pueblo de los Estados Unidos, en estrecha vinculación con España y Portugal —cuna de nuestro espíritu común—, pueden y deben ofrecer al mundo soluciones y ejemplos capaces de vencer las astucias del enemigo. Y brindo, señores, por la unidad espiritual y profunda de todas las Américas, a las que nosotros, los de la Península Ibérica, pertenecemos también por derecho propio y por título histórico, que es, a un tiempo, nuestro mayor honor y nuestra mejor ejecutoria.

José María de Areilza

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