En aquella mañana del octubre, palpitante de gloria y de ventura, tronó el cañón de la velera Pinta como un saludo a las indianas tierras, a nuevos avatares despertadas en un crucial momento de los siglos —marcado en el reloj de las edades con graves resonancias de epopeya—, sólo inferior al del Fiat genésico y al del Calvario vértice sublime que el pensamiento humano magnetiza, con fuerza de atracción irresistible. En las primeras horas de aquel día vistióse el Almirante su armadura de brillante coraza, cota y yelmo. Y así, ceñido de fulgente espada, apréstase Colón al desembarco, disponiendo el avance de la flota. Escoltado por su marinería —capitanes, pilotos y grumetes— , el litoral aborda el almirante en el batel armado de su nao, que veloz en la arena se clavara al golpe acompasado de los remos. Pisa Colón el borde de la playa brillante cruz de plata manejando, y una blanca b...