"La Hispaníada"

    En aquella mañana del octubre,

palpitante de gloria y de ventura,

tronó el cañón de la velera Pinta

como un saludo a las indianas tierras,

a nuevos avatares despertadas

en un crucial momento de los siglos

—marcado en el reloj de las edades

con graves resonancias de epopeya—,

sólo inferior al del Fiat genésico

y al del Calvario vértice sublime

que el pensamiento humano magnetiza,

con fuerza de atracción irresistible.

    En las primeras horas de aquel día

vistióse el Almirante su armadura

de brillante coraza, cota y yelmo.

    Y así, ceñido de fulgente espada,

apréstase Colón al desembarco,

disponiendo el avance de la flota.

    Escoltado por su marinería

—capitanes, pilotos y grumetes— ,

el litoral aborda el almirante

en el batel armado de su nao,

que veloz en la arena se clavara

al golpe acompasado de los remos.

     

Pisa Colón el borde de la playa

brillante cruz de plata manejando,

y una blanca bandera do campean

las siglas de los Reyes españoles

y el signo redentor marcado en rojo.

    En la arena, postrado de rodillas,

besó amorosamente aquella tierra,

ensueño de su vida vagabunda,

como un enamorado en el momento

de mirarse en los ojos de su amada,

mientras dura el encanto de la cita.

 

    De intensas emociones embargado,

rezó piadoso la divina Salve,

y al punto dijo en férvida plegaria:

«Supremo Conductor de aquestas naves

—que eres la vida y verdadera ruta

de los peregrinantes de la tierra

en pos de los destinos eternales—,

del Gran Descubrimiento las primicias,

con pecho agradecido te ofrecemos».

    En presencia de los capitanes,

Rodrigo, el escribano de la Armada,

en acta consignó el Descubrimiento,

que el Supremo Almirante rubricó.

    Tremolaron banderas los marinos

y a los Reyes de España dieron vítores

al tomar posesión el almirante

de aquella primera isla descubierta,

nombrada Guanahaní por los indígenas

y San Salvador por los españoles.

    Rasgó los aires el marcial estruendo

de clarines, trompetas y timbales,

que el Gran Descubrimiento celebraron

con vibrantes sonidos de victoria.

    Después de retirarse con espanto

—ante aquellos extraños personajes

que con traje de hierro van vestidos

y manejan el rayo de la muerte—,

los indios se acercaron a la playa

para ver a los hombres misteriosos

que a sus costas llegaron en la noche

con sus veleras naves, nunca vistas.

    Los indios se postraron a sus plantas,

cual si fueran enviados de sus dioses,

adoración humilde tributando,

con ofrendas de frutos tropicales.

    En torno a los hispanos de faz blanca

y barbas borrascosas, agrupóse

un enjambre de indígenas desnudos,

de cobrizo color y de mirada

intensamente triste y recelosa.

    En aquella primera coyuntura,

¿con qué gesto simbólico intentaran

aquellos navegantes españoles

establecer contacto con los indios

de vida trashumante y primitiva?

    ¿Cómo se fusionaron ambas razas,

en el rojo crisol de los destinos,

para formar hogares y colonias?

    Por la cruz redentora, que a las tribus

tendió sus brazos y estrechó los vínculos

del amor, de la paz y la concordia

entre los conquistadores y los indios.

    Por la espada de aquellos capitanes

que, en el ciclón heroico de su vida,

exploraron las selvas y trazaron

la estructura de pueblos y ciudades.

    Por la bandera que guió las huestes

en la gigante empresa de conquista

y en todo el Continente se arbolara,

a las errantes tribus redimiendo

de su vida salvaje y de sus dioses,

hechos propicios por la sangre humana

vertida ante sus ídolos monstruosos.

    Como un hito que marca nuevos rumbos

al mundo occidental que ha recibido

el mensaje de España navegante,

la cruz de plata que portara en alto,

el Almirante la clava en la arena,

al par del estandarte de la flota,

que, cual lirio morado, se arbolara,

un gozoso saludo transmitiendo

a aquellas esplendentes latitudes,

abiertas al anhelo de aventura

de. aquellos navegantes que forjaron

la más bizarra empresa de los siglos.

    Los hispanos marinos religiosos,

del signo redentor en la presencia,

corearon el himno del Te Deum,

en son de gratitud y de alabanza,

por haber alcanzado la victoria

que los ha conducido hasta las Indias,

guiados por la mano providente

del Eterno, que. rige los destinos

del hombre por las rutas de la vida.

    Y dijeron en tono de plegaria :

«Nosotros te alabamos, ¡oh Dios nuestro!

A Ti, ¡oh Señor!, te confesamos férvidos

por tu gran Providencia, guiadora

    de aquestas naves.

Te bendecimos en la dulce calma,

como en la voz del huracán rugiente,

o en las tormentas de la mar bravía.

    ¡Dios de los mares!

En la victoria, igual que en la derrota,

hágase en nos tu voluntad divina ;

a la laye, de tus altos mandamientos

    nos inclinamos.

Dadnos, Señor, la voluntad heroica

para triunfar en esta ingente empresa

de proclamar tu nombre y tu Evangelio

    en estas islas.

Estos marinos de la Grande España,

madre adoptiva de estos indios míseros

que han de formar hogares cristianados,

    te glorifican.

A impulsos de. tu amor brotó la vida;

Tú nos la diste, tuyo es su destino.

En la vida, lo mismo que en la muerte,

    ¡bendito seas! 

¡Bendito por el mar y por la tierra

que por tu voluntad hemos topado,

después de soportar el rudo embate

    de las angustias!

¡Bendito por las olas que resbalan

por la inmensa llanura de los mares

entonando perpetuas sinfonías

    al Creador!

 

                                                                Victorino García

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