Diálogo entre un joven y un viejo

 




Publicamos esta interesante nota publicada en el número 32 de la revista Mundo Hispánico en noviembre de 1950, con sus bellas ilustraciones originales.


DE CÓMO EL AUTOR SORPRENDE EL DIÁLOGO
ENTRE UN HOMBRE VIEJO Y UNO JOVEN

Caía la tarde; el amatista de nácar del poniente se desleía en dorado polvillo, que, como gracia divina, se ofrecía al azul del firmamento. Era septiembre. Cabeceaban los sauces, fieles al pretil del río; el agua decía su oración, poniendo en su rezo quejidos de letanía al tropezar con los guijarros. Era verde y oro el pensamiento de la Naturaleza. Había calma, se respiraba paz y el ambiente tenía un color rosa de jacinto.
El hombre viejo encendía su barba blanca, cuidada, sobre el negro de su traje. Llevaba sombrero de anchas alas, negro también, y apoyaba su humanidad, recia y viril, sobre bastón de haya, hecho por manos de pastores.
El hombre joven, moreno, de inquietos ojos y mirar profundo, se tocaba con camisa clara, que dejaba al descubierto su cuello. El pelo, como buen celtíbero, luchaba rebelde con el viento, a semejanza de raíces que pretendieran nutrirse de las ideas que en el aire viven para las inteligencias curiosas.
Tenían los ademanes del uno y del otro sentido bíblico; la voz era reposada y profunda en el viejo, y respetuosamente contenida en el joven. Se sentaron sobre las piedras, casi acariciadas por el agua clarísima, que traía mensajes de nieve de la montaña para apagar la sed de los trigales rubios. Los álamos pidieron al viento la gracia de una reverencia.

* * *
HOMBRE VIEJO. —No creas que mi actitud tiene motivos de defensa; sólo es convencimiento y amor. El deber de los viejos es saber amar en el amplio sentido que expresa esta palabra.
HOMBRE JOVEN. —¿Amar?
H. V. —Sí, amar. Cuando ha quemado la vida el negro carbón de los cabellos, y estos son ceniza de angustia, se comprende el amor a todo. En los jóvenes la pasión manda, y oponerse a ella es como querer detener el huracán extendiendo el brazo. Nosotros amamos por el gusto de amar; vosotros, por ser amados; nosotros damos, y cuando alguna vez recibimos, nos inunda la delicia de la sorpresa.
H. J. —¿Y no habrá, maestro y amigo, un núcleo de egoísmo en vuestro amor? ¿No haréis de la solicitud la manera de que os toleren? La debilidad, ¿no se disfraza muchas veces de bondad y llega a disimular hasta instintos perversos?
H. V. —Hablas como joven que eres; supones que sólo la violencia triunfa y haces del egoísmo el origen y motivo de toda actitud vital. Lo que perdemos en energía física lo ganamos en experiencia, y es más fácil engañaros que venceros en campo abierto. El Padre José —la Eminencia Gris—, con sólo su palabra derrotó al Emperador Fernando en Ratisbone; no tuvo necesidad de manejar sus músculos, harto cansados de ayunos y disciplinas.  ¡Para qué de la impetuosidad si la astucia es más cómoda! Ya comprenderás, cuando los otoños se enreden como lianas a tu alma, que el dar amor es de mayor deleite que recogerlo. Acostumbrados a ingratitudes, afectados, pero no abatidos, amamos hasta a los que intentan separarse de nuestro lado. Amar sin pasión, pero con intensidad, sólo le es permitido al hombre viejo. La pasión es tempestad de verano, relámpago de septiembre, y en cambio nuestros afectos, joven amigo, son como eco que llevaremos al infinito de Dios, como preciada conquista.
H. J. —Tienen tus palabras más retorica que razón. Insisto en que, si a la experiencia y sabiduría que el largo vivir proporciona, se uniera una inacabable energía corporal, ¿cómo sería vuestra manera de comportaros?
H. V. —La misma que han tenido los ancianos llenos de autoridad que han gobernado en el mundo.
H. J. —Teodorico cambió su complaciente política por una crueldad insospechada en sus últimos años.
H. V.     —Por la incomprensión de los mismos a quienes favorecía. Su crueldad fue un entregarse a la ley que la vida le dictaba. Un sentido religioso hubiera puesto freno a sus desengaños, como le ocurrió al Emperador Carlos V, que, dueño de Europa, ocultó su poder en Yuste.
H. J.     —¿Y el amor de mujer?
H. V.     —¿Por qué no suponer rescoldo bajo las cenizas? Si avientas los leños ya quemados, de sus grietas surgirá sin duda el resplandor azul y rojo de un nuevo fuego entre el chisporroteo de un universo de puntos de oro. El amor de mujer es dable a todas las edades, y es absurdo suponerle privativo de los años mozos. Marcial, el satírico, el mendigo, el cínico, no supo del verdadero amor hasta que los sesenta años le condujeron a su Bilbilis Ibérica, y entonces, sólo entonces, aquella musa agreste y desvergonzada se trocó en suave y armoniosa,  comparable a la de Horacio. En la declinación ama el hombre con dulzura, con gratitud y hasta con vehemencia. Pone en el nuevo amor aquellas añejas heridas de su corazón, e injerta en cada una un esqueje de esperanza para que cicatricen al fin floreciendo. Se juega todo, sabe que es la última carta, y por ello tienen esos amores el encanto y añoranza de la despedida; abandona las bagatelas, saboreando la humanidad que el amor de mujer lleva consigo. Por todo ello es tan curioso como verdadero que jóvenes mujeres sean felices con hombres de mayor edad. No, no os burléis de un amor de viejo... y comprended que un hombre maduro desdeñado es hombre muerto; ya no se repone porque no tiene tiempo de olvidar, y sobre todo porque los años nos van haciendo fieles a nuestros propios sentimientos.
 ¡Y líbreme Dios de compartir el elogio del viejo verde! Este es un bailarín caduco de la vida. Y ya que de Marcial hemos hablado, recuerda aquello de: 
“Por más que quieras traer — melena y barba fingida, 
— no engañará tu invención, — que quitando el cascarón — te jubilará la vida”.
H. J.    — ¿Y no crees que hay especial delicia en la violencia? ¿No abruma la quietud del mar? ¿No cansa la demasiada serenidad?
H. V.     —La vejez no es serenidad, sino dominio. Si vuestra violencia es flor de artificio, nuestra sensación es profundo sentimiento de victoria. La necesidad de la fuerza es demostración de imperfecciones a corregir; vosotros la usáis por el solo placer de doblegar otros ímpetus, y nosotros como arado que escarba profundamente en las entrañas y arranca hierbas malignas en beneficio del fruto de la espiga. Los años jóvenes sueltan el manantial de sus lágrimas, que gran número de veces son, como decía Horacio; fuente de risa continua; el hombre maduro, en cambio, sabe guardarlas, nadie las ve, formando un lago interior, perenne de amargura que destroza el corazón, pero en el que baña los dolores ajenos.
H. J.     —¿Y no estimas en la juventud un valor educativo, aunque algunas veces sea inconsciente?
H. V.     —Es posible; pero os falta comprensión, que es simiente de buen juicio y artífice de voluntad sincera. Al paso de los años, cuando muchos inviernos han caído sobre los hombros, del fondo mismo del alma sube hasta la conciencia aquello de: no pidas para los demás lo que a ti no te dieron; no hagas el  daño que a ti te produjeron.
H. J.     —Pero el hombre, pensando así, se estancaría en la inacción.
H. V.     —En el ocio inteligente dirás. Escucha: en la quietud de las aguas mansas, que no proporcionan energía, ni cantan al abrigo de los olmos, ni vidrían al sol con el alboroto de los regatos, bulle la vida con un frenesí que no es dable a los ríos ni al propio mar. Una gota de un estanque, eternamente quieta, encierra mil existencias diferentes y maravillosas. En el lago en calma sube el tallo y se despereza la hoja del loto sobre la superficie, como ultima consecuencia de una vida que supo vencer la resistencia en su deseo de saludar  el Sol.  El pensamiento requiere también de quietud, para que pueda brotar magnífico, como la flor que te refiero. 
H. J.    —Te equivocas; las ideas serían cadáveres que soportaríamos difícilmente. Cada sujeto llevaría a cuestas el cementerio de ideas de sus antepasados. La acción es el verdadero motivo de la felicidad; el progreso es el ansia de todo humano.
H. V. —¡Progreso!  ¡Felicidad! Vais tras el primero, pero no tras la segunda; lo que llamáis  progreso es lo más distante de la dicha. Para alcanzar el progreso abandonáis la perfección moral. Esto os hace desgraciados eternamente.  ¡La felicidad brota del alma! Civilización y comodidad es lo mismo en la mente del hombre moderno y debía repugnaros, pues que la comodidad es compensación de limitaciones físicas, y esto debe quedar para nosotros los viejos. De seguir así, me parece que las generaciones que se sucedan beberán en la fuente Salmacis, en Halicarnaso, cuyas aguas, al decir de la mitología griega, feminizaban a quien las probase. Felicidad, joven amigo, es conformidad y aceptación de la propia pequeñez. Progreso lo hacéis sinónimo de desacomodo, inquietud, seguridad en las propias fuerzas, convencimiento de que el hombre viene a ordenar un congénito desorden de la naturaleza. Felicidad es creer en que somos una parte —la más bella quizá— de un todo. El hombre es el amo del universo —afirmáis en cambio—, de ilimitado poder, para trazar a su manera el mundo físico y el intelectual.  ¡Soberbia que no perdonó Dios y que hundió en el abismo al ángel predilecto! Soberbia, que es el pecado que más nos acerca al Creador, que, fiel a su propia naturaleza, no consiente que disminuya la distancia que ha trazado entre Él y los seres humanos. El mito de Luzbel se halla en la memoria de las primitivas religiones, lo que nos ratifica de la verdad que encierra.
Un tipo de acontecimiento no perdonado por los dioses griegos es el que conturba la paz del mundo físico, que suponen obra suya. Así, las grandes empresas que cambian el aspecto de una comarca son verdaderos crímenes; la cólera de los dioses en los Persas, de Esquilo, se ocasiona por calzar un puente sobre el Helesponto. Sófocles lo explica diciendo: “está bien que el mortal no pretenda lo que excede de lo humano”.  ¡Magnifica sentencia que debería servir de base a ese progreso de que hoy se alardea!
H. J. —Déjame dudar, viejo amigo, y sabré luchar.
H. V. —Te dejo, te animo; es natural y necesario que lo nuevo se suponga mejor; pero no olvides que se empieza en Protágoras y se puede acabar en Zenón, para el que no existe nada absolutamente, y entonces sí que se es viejo para toda la eternidad. Además, la duda crece con el conocimiento, ha dicho Goethe, y el conocimiento debe aumentar con la edad. Las personas ancianas serán menos propensas que los jóvenes a “la certeza fanática”, origen de todas las agresiones y vivero de todas las guerras. Los pueblos tradicionales, que os sirven de mofa, poseen una rara quietud que aroman de ironía. Os ven ir de prisa, y con prisa nada germina, porque las leyes de Dios tienen un ritmo inmutable. ¿Y para qué la prisa de que hacéis gala? Vuestra burla por las razas que suponéis atrasadas es una mínima parte de la que ellas sienten por vosotros. Al terminar la vida todo se deja, menos el ánima, y de esta no os habéis ocupado un momento. Árabes quietos, semitas consumidos como pavesas, asiáticos llenos de arrugas, impertérritos en la meditación,  ¡cómo van construyendo su alma!, y cómo en ella sienten una sublime dicha que vemos florecer también entre nosotros, en esas monjitas y en esos frailecicos, que nos sirven de atroz incomprensión cuando hablan, con una sonrisa que sabe a niño, de una felicidad insospechada que les permite las mayores y más elevadas heroicidades del espíritu.  ¡Qué importa!, dicen las razas centenarias, cuando las jóvenes presentan entre aspavientos un supuesto avance de la técnica.  ¡Qué importa! Qué importa que se tarde más o menos en llegar a la muerte, si al fin a ella abocaremos. Nada importa, joven amigo, y el arrebatar trascendencia al pormenor da serenidad al alma, pero esto sólo se conquista con el tiempo y es además el secreto de la dulzura con que nos miran los viejos pueblos. ¿Acaso creéis que no han participado del mismo estado de ánimo que vosotros, los antepasados de esos hieráticos orientales? Y que en el árabe es pereza, sus piernas trenzadas entre sí, su orgullo, su displicencia y aquella mirada que transforma nuestra curiosidad en pensamiento metafísico. Como hoy, la inteligencia se afanó en balde, y al fin llegaron, cansados y maltrechos, al convencimiento de su limitación. No olvides que Dios, en su infinita sabiduría, consiente que el conocimiento labre el propio fin del individuo que lo emplee desorbitadamente. El fenómeno nos recuerda el castigo de Babel, que refieren los sagrados libros. Otra cosa sería si se fundara el progreso en la perfección del espíritu. Únicamente la luz de un nuevo misticismo podrá avivar el corazón y el juicio en el mundo. Los hombres de hoy vivís para sentir el placer de vuestros juegos, que revestís de rugidos de león, y nosotros, los hombres de ayer, presenciamos vuestras travesuras de chiquillos. En esto tenemos un reflejo del Creador. Sólo una raza vieja puede decir con el poeta de la delicia del canto de los pájaros al amanecer.  ¡El canto de los pájaros! ¿Has reparado tú en su música? Pues hasta que la atención humana no quede suspensa en ese matinal concierto —sin el menor deseo de especulación— el mundo caminará hacia el más espantoso embotamiento.
H. J.     —La inconsciencia que suponéis a la juventud, ¿no es ya casi felicidad? 
H. V.    —La inconsciencia, si no es tontería, es pasión, y en ambos casos es peligrosa y destructora.
H. J.     —¿No se te hiela el alma al pensar en la muerte?  
H. V.  —Sería una verdadera educación hacerse al desprecio de la vida; pero sin definir el menor desamor por ella. Si sólo piensas en prolongar la existencia nada harás de provecho; será entonces un constante morir, porque el temor angustiará tu alma. ¿Has pedido nacer? Pues entonces, ¿por qué te empeñas en vivir? Volverás a donde viniste, escribió Seneca, y si no hubo dolor en tu llegada, ¿por qué lo has de tener en la despedida? Concluyes, pero no pereces; el espíritu es eterno, porque es, al fin, chispa de la hoguera divina. Cuida de vivir bien y no de vivir mucho, decían los estoicos. No temamos a la muerte, que es demasiado general el fenómeno para no ser natural, y lo natural siempre es bueno. Morir es salir de la vida, y hay que hacerlo dignamente, no sea que parezca echado o huido. Marcha, pues, sonriendo de donde llegaste llorando.
Piensa que será entonces cuando continuarás la senda que interrumpiste en tu paréntesis vital. Lentamente el hombre va caminando. Y un año, ¿cuál?, se sienta y contempla el paisaje de sus hermanos jóvenes. Y entonces se da cuenta del absurdo que encierra la mayoría de las ambiciones, egoísmos, afanes y amoríos que fermentan en el corazón de los humanos. Una luz de ocaso, pero llena de oro y serenidad le inunda el alma y comprende que la razón, el juicio, la voluntad y tantas potencias de las que nos ufanamos no son más que cenizas que enturbian el panorama de la emoción y el sentimiento, alas divinas que nos salvan y nos llevan a Dios, empujados por el vientecillo suave de la fe y el amor. Y te agradezco que me hayas dejado hablar. Buena señal para tu porvenir. Se ha cumplido así el proverbio chino de que “el joven debe tener oídos y no boca” .
H. J . —Pero óyeme una última pregunta.
H. V. —Dime.
H. J. —¿Se puede ser el dueño de sí mismo?
H. V. — ¡Psch! Los dioses griegos tuvieron sobre ellos el Destino.


Carlos Blanco-Soler



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