«Manifiesto a América en el centenario de Isabel» (primera parte)
Revista «Mundo Hispánico» número 42, de septiembre de 1951. Artículo de Ernesto Giménez Caballero.
En 1951 se cumplían cinco siglos del nacimiento de Isabel la Católica. En 2021 se cumplen 570 años.
América: Así como los pueblos cristianos tienen en Jerusalén su Santo Sepulcro y su sede católica en Roma, y los pueblos islámicos una Meca para religarse a su profeta fundador, así los pueblos de América habrían de acudir a estas tierras castellanas de Ávila, donde naciera y se ungiera la que había de ser madre de todos nosotros, españoles y americanos: Isabel.
Quizá
esa sacra peregrinación esté muy cerca. Ya en 1903 —recién terminada la convulsión
romántica de las emancipaciones— hubo de ser un americano, un gran argentino,
el que iniciara ese retorno filial al hogar materno de Isabel. El argentino
Larreta, el que con su inmortal «Gloria
de don Ramiro», y
sintiendo la voz de la sangre progenitriz, comprendió que de nada valía la emancipación
conquistada sin un regazo genial donde entroncarla. Por lo que escribió la
primera novela moderna de América sobre Ávila, la ancestral.
Misión
de poetas, de vaticinadores, de videntes; ese volver a la inspiración materna
para cobrar ímpetus con que defender ante la Historia el derecho a ser libres,
el derecho a ser dignos los pueblos americanos.
Así Rodó,
el uruguayo, al entrañar su pensamiento en la tradición purísima de Hispania
fecunda.
Así
Vasconcelos, el mejicano, al proclamar la «raza
cósmica de América» impulsado
por el atavismo universal y cristiano que le legaran sus abuelos hispánidas.
Así
el colombiano Rufino José Cuervo, al descubrir en aquel «idioma común» que Isabel llevara a América un camino
de inmortalidad y salvación para un porvenir también común.
Así
Montalvo, el ecuatoriano, renovando la idealidad imperecedera del Quijote como
bandera de todos nuestros pueblos.
Así Árguedas, el boliviano, al señalar en su «Pueblo
enfermo» que la
salud estaba en un renacer a vida histórica originaria.
Así
el peruano Santos Chocano, al revelar que el león «era de oro» y el corazón español, si incaico el
latir.
Así
la chilena Gabriela Mistral, trasmutando a poesía de libertad y ternura el
efluvio de maternidad que Isabel derramara para siempre en América.
El mismo Rómulo Gallegos, venezolano, en su amor inmenso al indígena, ¿qué hizo con formas sociales nuevas sino seguir aquellas leyes de Indias que Isabel dictara y que dos siglos de bastardía y revolución—el XVIII y el XIX— habían intentado borrar?
Poetas,
prosistas de Guatemala y Honduras, de El Salvador y Costa Rica, de Santo
Domingo, Cuba y Paraguay. Y escritores y vates de la otra América, la lusitana,
la brasileña. Y hasta de la nórdica, con Walt Whitman al frente, poeta del amor
humano.
Y sobre todos ellos—poetas, videntes, adivinos del futuro—el nicaragüense Rubén, el de la ¡Salve! «a los espíritus fraternos» y «a las almas luminosas». Cuando exclamó, sintiendo «los sordos ímpetus de las entrañas»: «¡Abominad las manos que apedrean las ruinas ilustres!». Porque «quién dirá que las savias dormidas no despierten en el tronco del roble gigante?». (¡Isabel!) «¡Únanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos! ¡Formen todos un solo haz de energía ecuménica! ¡Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente!».
(¡Isabel!) El espíritu ardiente renovando las viejas prosapias. El espíritu y ansias y lengua para cantar nuevos himnos.
Nuevo
himno es este que os lanza desde la vieja prosapia de Ávila (desde nuestra
Roma, desde nuestra Meca), desde nuestra madre Isabel, un hijo suyo, el menor
de todos los emancipados, un español de hoy que sólo tiene a orgullo llamaros «hermanos» y aprender de vosotros vuestra anterior lección de libertad y dignidad frente a
la Historia.
La lección
que Isabel en su testamento legara y que por dos siglos de indignidad y bastardía
estuvo a punto de perder «una España madrastra», como llamó Bolívar a aquella España
anti-Isabel.
Porque
si hoy nosotros reivindicamos a Isabel como madre es porque también
reivindicamos a quienes directamente la siguieron en sus
inmarchitables consignas de libertad y dignidad, ¡a nuestros respectivos emancipadores!
¡Es
llegada la hora de la claridad y la verdad! La de no mentirnos, la de no engañarnos
ni dejar que nos engañen, ni nos mientan los que, mintiéndonos y engañándonos
en estos dos siglos, tramaron nuestra ruina y nos llevaron al borde de un
suicidio colectivo.
Yo
proclamo—desde las sublimes piedras de Ávila, en la entraña materna de Isabel—
que los continuadores directos de nuestra fundadora fueron los
fundadores de nuestras respectivas independencias .
En América
no ha habido más que dos fuerzas de creación: la conquistadora y la
emancipadora. Todo lo demás, hibrido y fatal.
Y
ello no podía verse hasta salvar de embrujos y telarañas la vera faz de Isabel.
Empresa
reservada a nuestra piedad genuina, a nuestra pureza insobornable, a nuestra
impavidez histórica.
Por
eso disparamos a los aires de América y del mundo este manifiesto, con voz tan preñada
de futuridad que será oída por todo el que no sea un bastardo y un renegado y
un maldito.
¿Quién
fue Isabel? América.
Fue Isabel, no una reina de Castilla que surgió a vida en el siglo XV sobre el pueblecito avilense de Madrigal de las Altas Torres.
Fue
Isabel algo más esencial e indescriptible que esas contingencias de histórica
poquedad.
Fue
Isabel un ser mítico y divino. De los que surgen de evo en evo—no importa el
lugar ni el tiempo—sobre la redondez de la tierra, para librar del caos al
resto no divinal de los humanos.
Como
Agni en la India, como Teseo en Grecia, como Osiris en Egipto, como Rómulo en
Roma, como Moisés en el pueblo hebreo y como el fabuloso Ávil, el que fundara Ávila,
capital roquera y encastillada de un reino primordial en la viejísima Hispania.
Seres
de luz, seres de civilidad, seres fundacionales, portadores de ley, ungidores
de lenguas, inventores de culturas, preñadores de amor. Y cuyo emblema
milenario—otorgado por Dios mismo— fue siempre el Rayo (con que aniquilar
enemigos) y la Ley (con que yugar fraternalmente a sus pueblos).
Por
eso sería el emblema de Isabel—¡y no podía ser otro!—el Haz jupiterino de sus
Flechas. Y también el Yugo amoroso, símbolo de ley civil. El Rayo, vertical,
zigzagueante, cruzado por el Yugo domeñador.
Con Rayos y con Yugos Isabel, —¡mítica, innombrable!— unificó a España.
Con Yugos y Rayos llevó a América leyes, caminos, lengua, luz, cariño, ciudades, poemas. Y una idea «fraterna y libre» del mundo: la de la Cruz. La Cruz, el Haz de rayos vertical y el Yugo horizontal. Pero ya cristianizados. Así, con esa Cruz de dos trazos y las dos consignas que eran esos dos trazos —Amor y Libertad—, Isabel madre fundó América como fundara España.
Isabel, predestinada no sólo a la coyunda unitaria con Fernando (el «tanto monta»), sino a procrear la magna criatura de la era moderna: América.
Tal
como lo vaticinaron sacerdotes y poetas, navegantes y adelantados, ante el año
milagroso de 1492.
Colón
fue Isabel. Y Colón reveló que Isabel era la Providencia misma hecha mujer, con
predestinación arcana. Pues mientras en Granada —1492— cerraba la cristiandad
frente al Oriente, la abría ¡en ese mismo campamento de Santa Fe! a inmensas
tierras nuevas, cuya llave —¡Plus Ultra!— a Colón daba.
«Que bien pudiera Dios dar estas gentes—cantaría Juan de Castellanos— a otros muchos reyes y señores. Mas escogió a Isabel de los mejores».
A
Isabel, a quien «Dios,
nuestro Señor (en vaticinio del financiero Santangel) dióle el espíritu de
inteligencia y esfuerzo. Y la hizo de todo hacedera (realizadora) como a rara y
muy amada hija».
«Ordenándolo
Dios así, que quería que estos reinos de tan inmensa grandeza no los hubiese
sino ella...»: Palabras
del famoso Bartolomé de las Casas que revelan, de un golpe, por que se sublevaría
luego contra todos los que incumplieron esa orden divina.
Pues
América no solo debía la vida a Isabel sino su Destino en la Historia, o
sea su dignidad y su libertad. Las dos normas místicas que Isabel, a su vez,
recibiera de la madre Roma. ¡Cuán maravilloso resulta ahora descubrir que esas
dos normas, como hilo de un Destino: esas dos normas del Ius gentium romano,
trasmitidas a España en las Partidas de Alfonso el Sabio y reiteradas por el
Papa Alejandro VI a Isabel fueron las que Isabel, en su Testamento,
prescribiera a América.
«No reciban agravio alguno» los americanos. ¡Dignidad!
«Que vivan como hombres libres». ¡Libertad!
Así habló antes el viejo Alfonso el Sabio en el siglo XIII. Así la abuela
civilidad romana. Y así seguirían hablando los sucesores de Isabel mientras no
comenzaron a traicionar ese espíritu de madre.
(Continuará) La segunda y última parte de esta nota, el próximo lunes.
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