"Canto a mis progenitores gallegos"
De Mundo Hispánico número 64, publicado en julio de 1953:
Nacidos en Hispania
—la gloriosa tierra que, hoy como ayer,
opone recio muro de contención
al «robador de Europa»—
y sintiendo en sus almas la incitante promesa del mar,
en cuyas ondas
las redes pescadoras
cogen su carga ubérrima
de peces que al marfil luciente copian;
en el alba de un día que brindaba
sus columnas de jaspe al ancho cielo,
dos vigorosos brotes de la encina gallega,
sobre la ruta de Colón y en flaco leño
se lanzaron en pos de las algas verdes
y de los corales y madréporas del mar abierto.
Eran dos nuevos eslabones
para sumar a la vetusta cadena de los inmigrantes
con que España nutrió el árbol genealógico de América,
sacudiendo las selvas que dormían
bajo secular floresta.
Ellos fueron el tronco de una estirpe
que a la raíz hispánica unió la savia indígena
y que al bárbaro instinto puso el freno
de la lengua civilizadora de Castilla;
tronco que,
al enfrentarse con intrépidas fuerzas naturales,
las sometió a imperial disciplina fecunda
y perforó la altiva montaña terrestre
para que lucieran las Glorias de la Altura.
Los dos muchachos, que venían de las comarcas pródigas
en que las gentes se confunden en un piélago sin orillas,
soñaban en el frágil puente marino
mientras los azotaba un viento de sal y de ceniza.
Sentían que sus almas caían hacia el fondo
del mar, entre moluscos de espumosa piedra,
y que sus ojos naufragaban en un cántaro
que se desvanecía entre la niebla;
se imaginaban incorpóreos como los ángeles
y perdida para siempre su faz eterna.
La angustia los traspasaba con sus garfios de acero;
iban a renacer en un mundo recién salido
de las tinieblas del Advenimiento ;
atrás quedaban la infancia,
los collados con sus pastos tiernos,
el rumor pastoril de las dehesas
y los molinos harineros.
Cuando saltaron a tierra firme,
se quedaron inmóviles como los árboles
y se les dilataron las pupilas
viendo el lucero de la tarde,
pues era el mismo que, en los riscos nativos,
quebraba el cristal del aire.
La tierra que les subía por las piernas
era morena y áspera, como en la tierruca;
las aguas tenían igual transparencia
que en las rías gallegas, y sus espumas,
al deslizarse por el cuenco de la mano,
dejaban la misma sensación de frescura.
Las gentes eran como las que poblaban
las vegas apacibles y los suaves alcores.
y hablaban una lengua que parecía hermana gemela
de la que aprendieron
junto a las jarcias de los pescadores.
Entonces volvieron los ojos corno retomando
el sueño perdido y la gracia primitiva,
y sintieron que sus rostros
regresaban del país de la niebla,
entre un fragor de aguas vivas.
Pero, mirando en torno de sí mismos,
comprendieron que España ya no les pertenecía
porque España es como el aire y el agua y el cielo;
la mano que la toca es de ese aire,
la boca que la bebe es de esa agua,
el alma que la absorbe es de ese cielo...
Ganados por América
y cediendo al vegetal influjo de su arrobo,
bajo el cielo metálico y profundo,
aquellos inmigrantes se hicieron mozos,
siempre sin conocerse,
como cuando brincaban entre las vides y los sotos.
Hasta que, en una tarde de sabor campesino,
se encontraron, como las olas de un solo mar;
tenían la misma fe y hablaban el mismo idioma,
y provenían del mismo lugar.
Entre añoranzas y saudades, suele el amor tejer su nido,
y así fundaron un hogar en Cristo Nuestro Señor.
con olor a limpieza y a patio recién llovido.
Progenie americana de aquel tronco, la prole
—aunque en barro telúrico moldeada—
lleva con la prestancia de un penacho
el mayorazgo de su sangre hispana,
pues se comprende parte de ese Imperio
de tan fraternas proporciones,
que cobra nombres nuevos en cada lugar del mapa
en que vuelca la cornucopia de sus dones:
Argentina en nosotros,
pero también Bolivia y Venezuela,
México y Panamá, Chile y Colombia,
Paraguay, Ecuador y Centroamérica,
Uruguay y Perú, Cuba y Santo Domingo,
Puerto Rico y Haití,
y aun el Brasil ibero,
¡todo un mundo forjado en las mil gamas
del ideal hispánico: crisol de nuestros pueblos!
En la casa paterna
mi padre bendecía los panes
y guiaba las santas oraciones;
tenía un sentido austero de la vida
y una rectitud que hizo duras sus horas.
Mi madre se movía con tanta suavidad
que apenas si posaba los pies en las baldosas,
pero en todo se descubría su mano :
en el mantel de lino y en las humeantes sopas,
en las sábanas con fragancia de alhucema
y en la funda impecable de la vieja consola.
Mi padre nos impuso sus reglas de conducta
con la rigidez de la espada romana ;
mi madre nos amparaba con una dulzura
que le salía del corpiño como un pañuelo de encajes.
Ambos poblaban el ambiente familiar y doméstico
con el rumor de las vetustas cantigas,
las que, al pasar por el cernidor del Nuevo Mundo,
se confundían con las aguas nativas
y, en un aire de pájaros vernáculos,
volaban hacia el cielo abierto de la Argentina.
Esta es la historia simple de mis progenitores.
Como a historia de España la cuento,
pues España —lo mismo que aquellos dos muchachos—,
por ser fiel a su numen proteico,
se desbordó por tierras y por mares
y, hachando la propia encina materna
dió a los vientos sus gajos
para que en otros bosques renacieran...
Mi padre y mi madre, cuando emigraron,
creyeron perder su rostro en ese inmenso
bosque de nebulosas siderales
que sepulta el Océano violento;
pero en tierras de América,
al enfrentarse con los árboles
y gozar la amplitud de su cielo,
reprodujeron el milagro con que España
—Madre, Potencia, Imperio—
se diluyó en el mar innumerable
para dar a sus hijos su propio rostro eterno.
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